El arte de la seducción más allá de los 60
El tiempo pasa, pero ellas resultan tan bellas y sexiescomo antaño. Las grandes damas del cine no tienen rival

«La juventud lo aguanta todo, reyes bíblicos, poesías, amor...Todo excepto el tiempo», escribe James Crumley en su extraordinaria novela «El último buen beso».
Sí, el tiempo es la materia no sólo de la que están hechos los sueños, sino la propia vida. La mejor edad es la que tiene cada uno en cada momento. Es una de las formas en que se distingue la elegancia: el carácter. La elegancia es un lujo que no se mide con dinero. Es otra cosa, bien lo recordó Coco Chanel: «El lujo no es lo contrario de la pobreza, sino de la vulgaridad», y vivimos tiempos vulgares, horriblemente vulgares, en los que se piensa que uno puede cambiar el curso del tiempo con un espantoso tratamiento que intenta lo imposible: que el tiempo se detenga en esa cara.
Saber llevar la edad
De ahí que cuando surge el sentido común, en un mundo tan atorrante y efímero como el cinematográfico, parezca revolucionario. Ir a la contra no del tiempo, que es inevitable, sino contras las corrientes de los tiempos es tan elogiable que se convierte, claro, en un lujo. La edad hay que saber llevarla. De todas las mujeres que a lo largo de su vida han sido Sofía Loren (76 años), Jane Fonda (73 años), Vanessa Redgrave (73 años), Claudia Cardinale (72 años), Raquel Welch (70 años), Catherine Deneuve (67 años), Helen Mirren (65 años) y Sigourney Weaver (61 años), el aspecto al cumplir años no ha hecho sino mejorar. Son, junto a otras pocas, estas formidables actrices (con categorías entre ellas) una metáfora de cómo el paso irreversible e inevitable del tiempo constituye un aliciente, una nueva forma de verse y de mirarse.
Ya se lamentaba Marilyn Monroe de que «tan sólo me miran, no me ven». A buena parte de las citadas no dejamos de verlas. En el otro lado, entre los actores hay un ejemplo formidable: Sean Connery, cuando se dejó los ridículos aditamentos, es decir el cochambroso peluquín, se convirtió en una imagen envidiable, fue a partir de su mejor película «El hombre que pudo reinar», y es que las cosas no suelen ser casuales.
Las chicas citadas son las últimas, por ahora, sobre las que todavía puede afirmarse que la cara es el espejo del alma, porque visto lo visto, sería más cercano al presente decir que la cara es el espejo de las operaciones. Nadie como Catherine Denueve lo ha advertido tan rotunda y condenadamente bien, con su natural desparpajo: «A cierta edad hay que elegir entre tener buena cara o el culo gordo, yo elegí la buena cara porque sé sentarme muy bien». Sí, cuando el tiempo pasa sólo las gentes moderadamente sensatas saben que la máscara no oculta sino que subraya (Malraux) y que cuando uno de tanto llevar la máscara se la quiere quitar, se arranca la cara (Pessoa).
Resistirse al paso del tiempo semeja un espectáculo circense porque «la madurez consiste en que uno ya no se deja engañar a sí mismo» (von Doderer). Pero es que vivimos tiempos de Peter Pan y así nos luce. La lozanía, las huellas de los días de vino y rosas que se reflejan elegantemente en el rostro de todas ellas son una llamada de energía, de vitalidad, de carácter. Pocos saben envejecer, y esto rige lo mismo para las personas de una belleza deslumbrante (es el caso de las actrices citadas) como para el resto. Pero esa sabiduría del envejecimiento sería algo parecido a lo que se dice de Carlos Gardel: «Cada día canta mejor». Porque cada día están más guapas.
Fumando espero
Vea, si no, el curioso lector, la última película de la maravillosa Catherine Denueve, «Potiche» (podría traducirse como «mujer florero») de François Ozon para quedar literalmente fascinado por la presencia, por la prestancia, por la categoría con que «llena la pantalla» la actriz francesa. Alguien, como ella, que luce ese aspecto, que es algo interior, es capaz de, olvidándose del firmamento cursi que asola Europa, fumarse un cigarrillo en plena rueda de prensa en un lujosísimo hotel de Madrid, durante la presentación del citado filme, ante la mirada bobalicona de los prohibidores de turno. Ahí, también, carácter y aspecto se dan la mano.Son actrices que no tienen miedo a ese fatídico objeto denominado espejo y que nunca, al mirarse, han descubierto a un pastiche de sí mismas al otro lado. Al final, la soledad es mirarse en un espejo y no verse, no reconocerse, ver a otro. O contemplar, sin miedo ni esperanza «cómo trabaja la muerte en esta cara» (Francis Bacon), hecho tan natural como estar vivo. Sí, pero con elegancia.
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