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día mundial de las enfermedades raras

«Mis dedos me hacen menos caso que mis hijas»

Ana tiene distonía muscular, una patología que afecta a sus músculos y le provoca temblores y movimientos involuntarios en cuello, brazos, manos y piernas, además de dificultades para hablar y tragar

josé alfonso

cristina garrido

«Me siento bien. Como si todo empezara otra vez...» Esta es la melodía que suena en el móvil de Ana María Martínez y también en su vida. Encantadora, despierta, vital, no se le pone nada por delante. A lo largo de sus 39 años ha tenido que esforzarse el doble para conseguir hacer las cosas más cotidianas, pero asegura que ha sido y es feliz. Tiene parálisis cerebral y distonía muscular, una enfermedad que afecta a los músculos y le provoca dolorosas contracturas, temblores y movimientos involuntarios en cuello, brazos, manos y piernas, además de dificultades para hablar y tragar. «Mis dedos me hacen menos caso que mis hijas», bromea.

Como en muchas de las patologías poco frecuentes, el diagnóstico llegó mucho después de que empezasen los síntomas. «Hasta 1997, cuando ya tenía 26 años, no dimos con un médico que supiese lo que me pasaba», dice.

Ahora se lo toma con humor, pero cuando era jovencita tenía muchos complejos y pensaba que nunca encontraría el amor... Se le quitaron de golpe cuando conoció al que hoy es su marido. Ella trabajaba tirando cañas y poniendo cafés en el bar de sus padres. Él, un cliente, viudo y padre de tres niños pequeños, se quedó prendado de ella cuando la vio.

«Cuando decidimos casarnos todo el mundo se echó las manos a la cabeza. Me decían que cómo me iba a casar con un viudo que tenía tres hijos, con mis problemas », explica Ana. Pero esta mujer valiente decidió embarcarse en la aventura del matrimonio, con niños incluidos en el mismo paquete, y no le salió mal. Obviamente, los comienzos fueron complicados. El mayor, que tenía entonces 8 años, le dijo un día: «No me gustas. Para mi padre me imaginaba una mujer rubia, alta y con muchas tetas y no tú, que encima tienes temblores». Han pasado 16 años y medio de aquel episodio y aquel pequeño gamberro, hoy veinteañero, le llama mamá.

La distonía no ha impedido a Ana vestir a sus hijos, jugar con ellos, hacerles la comida... como cualquier madre de familia. Ahora que la enfermedad ha ido empeorando, no puede subir escaleras o hacer algunas tareas como limpiar los cristales o coser, pero sigue cocinando. Reconoce que tarda más que otra persona sin su problema pero tampoco tiene prisa, como ella dice. «Me cuesta, pero lo hago. Tengo claro que antes de distónica soy Ana», afirma.

Dejar de trabajar, su mayor trauma

Uno de sus mayores traumas ha sido que la Seguridad Social le quitase de trabajar. Desde los 13 años servía en el bar de su familia, pero a partir de los 33, el estrés laboral empeoró su situación y tras varias bajas obligadas, un tribunal la incapacitó para siempre . Mientras la mayoría de los españoles se queja amargamente por el retraso de la edad de jubilación, a esta madrileña dejar su empleo tan temprano le ha parecido el mayor castigo.

«Para mí trabajar significaba que podía superar mis limitaciones, y cuando me lo quitaron fue como si me dijeran: tú no puedes» se lamenta Ana. Ahora intenta superarlo con ayuda de un psicólogo y ha encontrado otra manera de sentirse útil. Lleva la administración de 146 plazas de garaje y colabora con la Asociación de Lucha contra la Distonía en España (ALDE) ayudando a otras personas que están en su misma situación. «Me cuesta mucho adaptarme a los cambios de mi enfermedad, pero termino haciéndolo», reconoce.

La distonía no se puede prevenir ni curar, pero se puede conseguir una calidad de vida relativamente buena con fármacos para los temblores y con inyecciones de toxina butolínica que recibe cada tres meses en el Hospital Gregorio Marañón. Este tratamiento consigue relajar los músculos y mitigar los movimientos involuntarios. «Soy una drogadicta del botox, en cuanto me lo inyectan noto mejoría y cuando pasa el efecto lo necesito urgentemente», afirma.

De pequeña, los niños de reían de ella en el colegio porque se quedaba dormida en las clases por culpa de los medicamentos. A los 8 años se plantó y le dijo a sus padres que no los tomaría más. Llegó a sacarse la Formación Profesonal de Jardín de Infancia, pero nunca le dejaron ejercer.«No me cogieron en ninguna guardería porque decían que los niños iban a imitar mis temblores», recuerda con tristeza. Ahora, desde ALDE , intenta que esa sociedad que no le dejó ejercer su profesión, entienda de «una puñetera vez» que las personas con distonía «no son inútiles». «Podemos», sentencia.

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