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El calvario de Contador

«Me cuesta dormir cada noche», confiesa el ciclista

El día que nunca quiso que llegase, tragó saliva como un niño pequeño que pretende inmunidad frente a la madre por la trastada. El pasado 29 de septiembre, Alberto Contador esperó a que se acostase su padre —Franscisco, emigrante extremeño de Barcarrota, montador de profesión, ex trabajador que ahora cuida al hermano pequeño del ciclista, Raúl, afectado por una parálisis cerebral y que vive en una silla de ruedas— para quedarse a solas con su madre, Francisca Velasco, administrativa en el Ayuntamiento de Pinto. «Me han dicho que he dado positivo en el Tour». Sin más. Diez palabras como anticipo del calvario. Paqui, una mujer que detesta morderse la lengua, que jamás castiga a su libertad de expresión y que tiene fama de arrolladora, se quedó esta vez sin palabras. «Mañana voy a dar una rueda de Prensa», añadió el ciclista, que había mantenido el secreto en la fe de su hermano y mánager Fran Contador.

Eran las 23:30 del martes 28 de septiembre en una calle céntrica de la ciudad dormitorio de Pinto, al sur de Madrid, la otra cara de Valdemoro, el lugar donde ha vivido durante 27 años el ciclista español con más impacto desde Induráin.

«Me agobiaba desde hacía días la reacción que podía tener mi madre y al final la tuve que animar yo», relata Alberto Contador, que se ha citado con ABC en un hotel de Pinto, habitual punto de encuentro desde que la fama le indujo a sellar la intimidad de su casa, un adosado en la parte nueva a las afueras de la ciudad. Hasta allí ha llegado en un flamante Porsche Carrera blanco, un lujo que se regaló a sí mismo después de ganar su segundo Tour.

Ahora charla animoso en la cafetería —cuatro gatos entre tazas humeantes, camareros que no saben si pedirle un autógrafo o no importunar la conversación— del mismo recinto donde tuvo que explicar la mancha negra, donde cientos de periodistas llegados de medio mundo quisieron saber qué se escondía detrás del borrón del mejor ciclista del momento. «Aquella rueda de Prensa fue una liberación. Pude hablar alto y claro, que es lo que he pretendido en todo momento. No me puedo tapar porque no hay nada que tapar».

El yugo del silencio aprisionó a Contador. Recibió la notificación de su positivo por clembuterol —un fármaco antiguo con propiedades estimulantes y broncodilatadoras— el 24 de agosto. Una llamada de Mario Zorzoli, el jefe médico de la Unión Ciclista Internacional. El ciclista estaba en su casa, con un ojo en el comienzo de la Vuelta a España que arrancaba al día siguiente en Sevilla. Colgó con Zorzoli y pulsó la memoria 1 de su teléfono: Fran. Su hermano disfrutaba de unas bucólicas vacaciones en compañía de su esposa por los fiordos de Noruega. Cuando la barcaza atracó en el primer puerto, Fran localizó el aeropuerto más cercano y regresó a España.

Había comenzado el calvario. Empezó también a circular la pregunta inevitable, una suerte de martillo pilón que golpea la credibilidad de todo ciclista y pasajero de este deporte. ¿Tú le crees? Contador expuso la teoría del solomillo —la pieza de buey más famosa de la historia— como detonante del clembuterol en su organismo. No puede haber clembuterol en un cuerpo humano si no es por ingesta. ¿Cómo llegó hasta ese frasco analizado en el laboratorio de Colonia? ¿Le crees?

«Ya sé que todos decimos lo mismo cuando surge un problema y que parezco uno más. Pero es la realidad. No he hecho nada», dice con voz queda el ciclista, que reclama para sí la presunción de inocencia y no el juicio público por el mero hecho de practicar una profesión de riesgo.

La estrella limpia, precursor de nuevos tiempos en un deporte maravilloso pero canalla, ya no tenía aura de campeón, sino de proscrito. Por cinco picogramos de clembuterol, mucho menos de la billonésima parte de un gramo.

En el intervalo de ese mes que transcurrió entre la notificación de Zorzoli, una entrevista cara a cara en un hotel Puertollano y la rueda de Prensa, Contador visitó la Vuelta en Peñafiel, pospuso eventos y aplazó contratos. Casi no se dejó ver. «Iba a comer a casa de mis padres y no decía nada. Es muy difícil poner buena cara cuando se está derrubando tu mundo».

Arrojado al aire el positivo, vino la otra pelea. Contra sí mismo, el orgullo maltrecho, el honor destrozado. «Ahora conozco mil fórmulas contra el insomnio». El agotamiento físico ha sido de sus armas para combatir la falta de sueño. Ha recuperado antiguas aficiones, como el baloncesto o el fútbol, dos deportes inapropiados para su profesión. Se iba de pesca de la mañana la noche. Cualquier cosa con tal de caer rendido en la cama, sin tiempo para pensar. «Y cuando nada de eso ha funcionado, veo televisión hasta que el amanecer. A pesar de eso, han sido muchas las noches que no he dormido».

Hasta que esta semana comenzó la concentración de pretemporada con su nuevo equipo, el Saxo Bank de Bjarne Riis, Contador ha cancelado citas, rehúsado entrevistas y apagado el teléfono. Se ha enquistado en una burbuja de la que no sale. De alguna forma, tenía aflicción a una exposición pública. No quería que nadie le llamase drogadicto o similares.

Un restaurante de Valencia decretó la prueba del algodón. Alberto salió de su escondrijo —suele pasar largas temporadas en su casa de Bétera, a nueve kilómetros de Valencia— y cuando fue a hincarle el diente a la paella, recibió la aclamación popular. Todo el restaurante se volvió hacia el apartado que ocupaba junto a su hermano y un amigo y le cantó aquello de «Contadooor, Contadooor, Con-ta-dor».

Ese plebiscito supuso una señal para el ciclista. Interiorizó su situación respecto a la calle. Volvió a salir, esta vez a un cine de Madrid, un thriller con la siempre impactante Belén Rueda, «Los ojos de Julia». Y lo mismo. Alguien lo reconoció y la sala se convirtió en una pequeña Bastilla en su favor. El apoyo ha crecido a través de facebook y twitter, mientras las noticias se volvían crudas para él. La Unión Ciclista Internacional remitió el expediente sancionador a la Federación Española, y la Agencia Mundial Antidopaje recela en sus informes de la teoría del solomillo.

«He perdido mucho pelo por el estrés», cuenta mientras invita a palpar la cabellera. Contador se ha refugiado en sus amigos —«Mario, Paco, Gelo, Jesús, Jorge o Juan, entre otros»— y conserva todo del chico de Pinto que asombró al mundo. Desayuna cada día café y tostada en el Bar Trazos, se agota hasta la extenuación para dormir y come en casa de sus padres, aunque no sepa cómo explicarle a su madre en qué consiste el clembuterol.

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