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LIBROS

El escribidor ante el mundo

El Premio Cervantes José Jiménez Lozano pone a disposición de sus lectores el sexto volumen de sus diarios

SIGEFREDO

POR FERMÍN HERRERO

El sabio cabreado. Recuerdo que con este sintagma irónico despachaba un reputado crítico y profesor universitario el título de su reseña de Advenimientos (2006), la anterior entrega de los diarios –en sentido estricto, reunión de notas- de José Jiménez Lozano. Pensé entonces, como pienso ahora, que para alguien cuyo modelo es el ejemplo altísimo de Port-Royal –por reducirlo a una definición de Marc Fumaroli «testimonio de una Antigüedad cristiana que se resistió al molde del catolicismo político moderno»- frente al «uso delicioso y criminal del mundo», bastante paciencia supone estar al tanto de las novedades –cuando lo más cómodo sería no ver ni juzgar, aunque eso llevara consigo una descortesía para con los lectores que esperamos como agua de mayo sus apuntamientos- y conservar, con los años, la lucidez y la curiosidad necesarias para hacerse de cruces y desmenuzar sus argucias y peligros.

Y así transmitirnos su inquietud y ese estar alerta sin tregua ante el constructo, la narración dominante, que no es sino una de las muchas bondades de Los cuadernos de Rembrandt; porque, aunque el autor en su escueta nota bene habitual indique que se conforma con que sus comentarios simplemente acompañen al lector, el provecho que éste recibe, como en los otros tomos, va mucho más allá. Y el consuelo, a pesar del pesimismo, claro, qué otra actitud adoptar según progresan las cosas, frente a las tonterías y tontunas contemporáneas, la anomia moral e iniquidad imperantes, el nihilismo y la liquidación de «la fábula antropológica», el chigaliovismo y la pérdida de la intimidad, la ocultación sistemática de la existencia del mal y el darwinismo impuesto en las relaciones sociales.

En este sexto volumen de los diarios están también algunos de los motivos recurrentes del Premio Cervantes; aunque el que reaparezcan, como siempre, no hace que pierdan en absoluto el interés. Son el agua que pasa y probamos y nunca sabe igual ni nos sacia. Así esas nieblas tan vallisoletanas, que traen un silencio como de nieve «y ya es como si no hubiera mundo» y al retirarse, me remito ahora a Los tres cuadernos rojos (1986), dejan paso al sol y es realmente un desvelamiento, «el paisaje, como cubierto de una pátina de siglos, va retomando su luz y sus colores, y las líneas comienzan a definirse prodigiosamente, como si un restaurador limpiase el cuadro» O una buena nevada, tan rara por estas tierras –inolvidable aquel paseo nocturno, no recuerdo en qué volumen, con una patinilla de nieve, que le estropea un bienintencionado conductor al animarle amablemente a subir a su auto-, que le lleva como otras veces a la niñez y al conocido cuadro de Brueghel. O la presencia y compañía de los pájaros. Por citar a algunos, entre tantos, envueltos en una especie de melancolía cervantina marca de la casa, el único estado, véase al respecto La luz de una candela (1996), en el que se puede ver lo circundante con todos sus matices y pequeñeces, que es lo decisivo en el empeño literario, pese a que su admirada Teresa de Ávila le tuviese mucho miedo y pensara que era «un desarreglo de la razón».

Al margen de fijar y rescatar la hermosura efímera del paisaje en un atardecer, el olor de la tierra con la lluvia, el silencio de los gorrienzuelos en el jardín, unos cuervos paseantes…, las notas conversan con su familia de cómplices, o gentlemen and friends, de toda la vida: Spinoza, Kierkegaard, J. Green, F. O´Connor, E. Dickinson…y otros nuevos: M. Burleigh, A. Kazin, o M. Galey, que tendré que rastrear; nunca desligadas de la radical inmediatez con la que aparece la trascendencia del rostro, por utilizar un concepto de Lévinas, esencial, creo yo, para entender buena parte de la raíz de la escritura del solitario de Alcazarén que siempre ha mantenido a raya el odioso yo pascaliano, máxime aquí, consciente de que cualquier manera de diario íntimo es una impostura. De ahí que lo personal: el suicidio de la fotógrafa Lola Miranda, otras muertes, incluyendo la de su perro Oto –cuyo carácter aparecía de refilón en Los cuadernos de la letra pequeña (2003)-, el viaje al Cervantes de Utrecht o el azul purísimo del cielo después de operarse de cataratas, asome poco.

En este sentido, comentaba Jiménez Lozano en Segundo abecedario (1992) que no hay nada más insoportable en un escrito que lo que Saint-Cyran llamaba «el mal aliento», el rastro o baba del yo. No conviene tampoco olvidar, respecto al modo de afrontar el mundo y los avatares literarios por parte del autor de Langa, la cita de San Juan de la Cruz que figuraba, también a modo de aviso, al inicio de ese mismo volumen de los diarios: «El camino de la vida/ es de muy poco bullicio/ y negociación». En definitiva, como también declarara ya en Los tres cuadernos rojos: «yo querría que se leyesen y se amasen mis libros, pero que se olvidase el nombre de quien los escribió».

De manera natural –puesto que el propio autor ha confesado que los que publica luego en poemarios los rescata precisamente de sus cuadernos de anotaciones, y no todos, sino a modo de antología- se integran en el texto poemas sueltos, práctica iniciada en el tomo diarístico previo. Es una decisión que se agradece: de vez en cuando, con verso tímido, ahí está lo pobre, lo frágil y simple, pero alegre, justo lo contrario de las ventanas pintadas que denunciase Pascal. Esa manera lírica tan depurada que va directa al misterio del hombre y de lo trascendente. «Lo dicho debe ser el poema, no el lenguaje empleado para decirlo» reza un adagio de Wallace Stevens, y nuestro autor se atiene por completo a esta sentencia.

Ha pasado mucho tiempo desde que Chateaubriand advirtiera que «todo hombre encierra en sí un mundo aparte, ajeno a las leyes y destinos generales de los siglos». El mundo ajeno de J. Lozano apenas se ha movido desde Historia de un otoño, su bibliografía –más de medio centenar de libros lo contemplan- ha ido ahondando, ahondando, en la misma tierra amorosa, sin pausa, con determinación, con una atención humilde, un tempo sereno, un realismo que nace de la ternura, una mirada cristalina; en suma con un acierto increíble y una grandeza como involuntaria. No se ha desviado ni un ápice, no por inmovilismo, sino por firmeza en lo esencial –esto es, lo que se recoge de una columna de G. Albiac: «lo sagrado es aquello que escapa de modo infinito a cualquier tiempo (…) es el imprevisto instante en el cual el hombre se percibe en la certeza de ser un aterrador cruce entre infinito y nada, y lo sabe imposible»-, sin interferencias ni intoxicaciones de los señuelos del presente ni de la tiña cultural, en expresión de Ramón Gaya.

Poética inanovible

En realidad, las sucesivas entregas de sus diarios van conformando esta poética inamovible de su obra entera, de una verticalidad única en nuestras letras, dirigida siempre a no perturbar en lo posible las cosas, que ya es bastante devolverles el silencio límite de su belleza, dejarlo lo más intacto que se pueda: la simplicidad unida a la transparencia como predicaba la Stein; la sencillez, que no equivale naturalmente a lo deglutido y vacío de hondura, sino justo lo contrario; la ausencia de artificio, de cualquier atisbo de virtuosismo u ostentación; la desnudez de todo barroquismo y literatura; la búsqueda, en fin, de la pura verdad. El agua clara, siempre idéntica y nunca la misma, como decíamos, ni más ni menos. O, tal y como constatara el novelista J. A. González Sainz, a partir de unas reflexiones de Simone Weil, la escritura de Jiménez Lozano «se atiene a la perfección a estos dos supuestos: mirar sin alargar la mano a lo deseable, sin manosearlo para que permanezca en su belleza y, asimismo, no huir, no retroceder un paso ante la contemplación y la mención de la desdicha.

Porque ciertamente, como argüí también antes, el autor desaparece en sus escritos a tal punto que, en un libro como éste de carácter en teoría confesional, se convierte en un ser inadvertido que pasaba por allí, que sencillamente oyó, recogió, porque estuvo atento a ese ruido de allá dentro o a aquel silencio. Y en susurro nos transmite a través de sus páginas el soplo espiritual que las alienta, por encima de los asuntos retóricos y del fragor alocado de la modernidad.

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