Berlanga y un buitre de Cuenca
La familia Berlanga ha mantenido grandes lazos con Cuenca. El cineasta llegó a tener una piscifactoría en la serranía conquense
Ni siquiera los genios, los grandes nombres, pueden escapar al ciclo de la vida, a las garras implacables del tiempo y de la biología. Así, Berlanga, el más grande maestro de nuestro cine, emprendió el viaje final un día de noviembre, en que la naturaleza evocaba ese momento dulce de erotismo en que su desnudez está avanzada pero todavía no ha llegado a la fase final.
Los paraguas se desplegaron en el cementerio de Pozuelo y no sólo el cine sino que toda la cultura española se vistió de luto.
Berlanga ha conseguido reflejar algo profundo, trasvasar y condensar su obra en un adjetivo: berlanguiano . Como sólo los más grandes han podido lograr: quevedesco, goyesco, buñuelesco, ramoniano, valleinclanesco. Sus películas (una filmografía aparentemente corta pero de una densidad incomparable) no son espejos a lo largo del camino. Más bien parecen expediciones espeleológicas al interior del inconsciente colectivo español de las que retornaba siempre con uno o varios filmes que metaforizaban nuestro tiempo, década a década (segunda mitad del siglo XX), más también rasgos imperecederos, para lo bueno y para lo malo, del alma española.
Calabuig es los 50, con la guerra fría al fondo y toda la SF en ebullición. El verdugo , los 60. La saga Nacional representa la Transición. Todos a la cárcel , la corrupción que ni cesa ni pierde actualidad en los 90 y lo que llevamos de 2000. Y Bienvenido Míster Marshall , representándola, trasciende la posguerra y es emblema de esa cosa tan española de esperar fuera de uno la panacea, el milagro, la solución. Como los judíos, los españoles nos pasamos la vida esperando un mesías. (Así pasa que nos llega cada cosa…)
Hubo muchos más registros en su cine, traspasado de humor entre socarrón y elegante (un cierto cruce valenciano-anglosajón se rastreaba tanto en el cineasta cuanto en su persona) y de fascinación erótica, muy mediterránea, por la mujer y los misterios con que nos gusta a los hombres imaginarlas. Tamaño natural, París-Tombuctú… Voy a permitirme una opinión algo heterodoxa: creo que se magnifica un tanto la aportación de Azcona, gran escritor de cine desde luego, a la filmografía berlanguiana. La prueba es que las películas de Azcona con Berlanga no se parecen en casi nada a las que firmó con otros directores.
Y otra confesión que sorprenderá a más de uno y de una: mis películas favoritas de Berlanga son Los jueves milagro y Calabuig. La primera, sí, ya sé, mutilada por la censura y repudiada explícitamente por el director, fue para mí lo que el Quijote de Pabst para el propio Berlanga: una revelación, una caída del caballo de la realidad para abrazar los derroteros de la ficción, ya de por vida. La vi en el salón de actos del viejo Instituto Alfonso VIII (tan entrañable aunque arquitectónicamente parecido a un presidio). El formato era el delicioso cuadrado de los 16 milímetros. El proyector, alzado en mitad del pasillo entre dos filas de butacas, rugía como una bultaco con problemas de carburación.
Pero sentí la magia del cine, porque esa película que parece parábola o sátira social acaba siendo realismo mágico, y el cine de Berlanga me puso a soñar ya para siempre.
Recuerdos
A raíz de aquel visionado, entrevisté a Luis Berlanga. Yo era un joven alumno de Bachillerato con inquietudes y colaboraba en la revista Perfil. En realidad, más que entrevista, a través de mi padre (amigo suyo y abogado en ejercicio en Cuenca, donde la familia Berlanga tenía determinados intereses) le hice llegar un cuestionario, imagino tan ilusionado como iluso y acaso pedante. Mi titular era: BERLANGA, CINEASTA DE LA BONDAD. Él me corrigió y me aclaró que, de ser así, estaba errando su carrera ya que prefería ser «el cineasta de la crueldad».
En esta hora de su desaparición se agolpan los recuerdos berlanguianos, que siempre destilan notas de bonhomía, de generosidad, de buen humor. Aunque su visión ciertamente era ácida, desencantada, desesperanzada no pocas veces, la mala leche hispánica que a tantos provoca úlcera a él le provocaba una sonrisa. Berlanga reía más con los ojos que con los labios, o así lo tengo fijado en mi memoria.
No recuerdo bien en qué punto de los años 60 Luis Berlanga se asoció con otro señor para montar una piscifactoría en la serranía baja de Cuenca. Recuerdo a mi padre moviendo papeles y permisos. Supongo que le aburriría eso de producir truchas y esa etapa de emprendedor no debió de durar demasiado.
En otra ocasión, Luis viajaba a Cuenca y se quedó atrapado por la nieve en el coche que conducía en el antiguo Puerto de Cabrejas. Serían finales de los 60 y, claro, no había ni móviles ni tantas grúas y servicios de asistencia en carretera. Fue una pequeña odisea y recuerdo que acompañé a mi padre y a un mecánico en el rescate del gran Berlanga. Estaba aterido de frío, embutido en su bufanda (era muy de bufanda) y vestía, como tantas otras veces que lo vi en mis mocedades, pantalones de pana.
Con ocasión el rodaje de Tamaño natural en París, trabó una gran amistad con el genial actor francés Michel Piccoli. Con él viajó a Cuenca en una ocasión. Se alojaron en el Hostal Cortés y comimos, siempre con mi padre, que era su amigo, en el Togar, el antiguo, ese restaurante que regentaba Julián García Atienza y que presidía una gran trucha disecada. Yo ya estaba en la universidad por aquel tiempo y todavía no había descartado el sueño de dirigir cine. Así que Berlanga era para mí una especie de ídolo, en realidad lo ha sido siempre y seguirá siéndolo, por lo que yo prestaba gran atención a todo lo que decía.
De aquel almuerzo, recuerdo la divertida revelación que hizo Luis acerca de que se disfrazaba de algún modo y asistía de incógnito a los conciertos de Alaska y los Pegamoides, el grupo que lideraba su hijo Carlos, al que adoraba, como padrazo de pro que siempre fue. También comentó, creo que en aquella misma ocasión, que su cine en Estados Unidos era muy apreciado pero en círculos de hispanistas y cinéfilos. Que de quien no paraba de hablar todo el mundo era de Almodóvar.
A veces me pregunto cómo es que Berlanga nunca rodó en Castilla-La Mancha. El solar ancestral de su familia paterna procedía de Camporrobles y Utiel, la llamada Valencia castellana, que linda con Cuenca y que perteneció a su diócesis hasta el XIX. En Cuenca poseían unas cuantas fincas forestales y ya mi abuelo, monárquico, era el abogado de su padre, don José, político republicano que estuvo condenado a muerte tras la guerra. Un monárquico y un republicano compartiendo ocio y negocio, profesión y amistad. Al final, más allá o acá de ideologías, sólo hay dos clases de personas: tolerantes e intolerantes.
La etapa inicial del cine berlanguiano ofrece una marcada tendencia ruralista, reflejando la realidad española de entonces y la estética de su admirado Indio Fernández. Conociendo esos pueblos ribereños del Cabriel, perdón fronteros (el Cabriel no tiene riberas sólo abruptas hoces), sorprende cómo no ambientó Bienvenido Mr. Marshall en cualquiera de ellos. En cuanto a Plácido, Cuenca o Guadalajara hubieran funcionado exactamente igual que Teruel como ciudad del rodaje.
No hay que olvidar naturalmente la conexión con Tarazona de la Mancha a través de uno de sus actores fetiche, el gran Pepe Isbert, sentimentalmente unido (y con él toda su saga actoral) con esa hermosa villa.
Y el buitre. ¿Qué buitre?, se preguntarán. Pues el del plano final de La Vaquilla, otra gran metáfora del cine berlanguiano, una agridulce e inteligente aportación a la cicatrización de unas feas heridas que no se deberían reabrir más. Me consta que mi padre hizo gestiones ante el Icona para tratar de conseguir un buitre de Cuenca de cara a filmar esa secuencia. Lo que no sé es si la gestión fructificó o no y si procede de Castilla-La Mancha el buitre que figura como destripador de la pobre vaquilla hispana; si finalmente era o no «conquense» tan peculiar actor.
Pero ya es tarde para preguntárselo a mi padre o a Luis Berlanga, ese gran director de cine que acaba de emprender el vuelo a una dimensión inalcanzable por fortuna para los predadores.
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