bruce SPRINGSTEEN
El tesoro olvidado del «Boss»
«The promise: The darkness on the edge of town story» se publica el 16 de noviembre
Ya sabían lo que era saborear las mieles del éxito. Bruce Springsteen y sus chicos de la Banda de la Calle E. habían trepado con sangre, sudor y lágrimas al pedestal de la popularidad con la publicación de «Born to run», el 25 de agosto de 1975. Pero durante dos largos años iban a quedarse con las ganas de volver a entrar en un estudio. Bruce ya no era el adolescente rebelde con unas cuantas causas. Hacía tiempo que había decidido ser el único amo y señor de su carrera. Pero tropezó con Mike Appel, su descubridor, el manager y el hombre que le hizo firmar contratos leoninos (ingenuos, diría luego el «Boss») y casi perder los derechos sobre sus canciones.
Durante dos años, Bruce aguantó el tipo en un juicio contra Appel. Finalmente, la justicia se inclinó del lado del músico. Un nuevo territorio se alzaba ante los ojos de este menudo pero corajudo hijo de Douglas, obrero e irlandés, y Adele, ama de casa e italiana. La tierra prometida estaba aún lejos, pero al alcance de la vista indómita del «Boss». Había que lanzarse, como los pioneros, a la Conquista del Oeste. Y esa tierra de promisión iba a llamarse «Darkness on the edge of town», el disco con el que, como el propio rockero ha dicho, «encontré mi voz adulta». Tras «Born to run», Springsteen se asustó. No quería que el éxito lo sepultara en vida. Y tenía muchas cuentas que ajustar. Con su país, que aún no había restañado las heridas del Vietnam, y donde 30 millones de personas vivían en la pobreza, rebuscando en los cubos de basura del sueño americano algo que echarse a la boca. Estaba en deuda con las pequeñas y desoladoras ciudades donde había crecido como hombre y como músico. Estaba en deuda con su padre, con el que nunca se entendió y al que vio languidecer entre sus curros de tercera y la ronda de cervezas por la noche en la cocina.
Una gramola por cabeza
La música que su cabeza en forma de gramola (como escribe Julio Valdeón en el magnífico libro «American madness. La creación de Darkness on the edge of town», editado por Urano) había almacenado, bullía a toda presión en su alma. El cine (Ford, Kazan, Malick..) agrandó sus horizontes mentales, había descubierto a ese vaquero desolado llamado Hank Williams. Y como toda su vida, a él, que estudió en el colegio católico Santa Rosa de Lima, la idea del pecado le venía una y otra vez a la mente.
Con todo eso llegaba Springsteen un día de junio del 77 a los Atlantic Estudios neoyorquinos. Con todo eso y del brazo de su nuevo manager y productor, Jon Landau, aquel que unos años atrás había visto en el chavalote de Freehold el futuro del rock and roll. Había llegado la hora, como diría Springsteen, de asumir «una vida de desesperanza, pero de compromiso, de compromiso con la vida, con el mismo aire que respiras». Durante nueve meses, Bruce y sus chicos se encerraron en maratonianas jornadas de 14, 15 horas en el estudio. Las canciones mutaban. Cambiaban las letras, los estribillos. Y Bruce, escribiendo y componiendo en su atiborrado cuaderno de anillas.
Al final, sólo diez serían las canciones elegidas: «Podía ser mi último disco y había que darlo todo», rememoró el músico. Hamburguesa, pin-ball, algún viaje por el desierto de Utah, con su guitarrista Steve Van Zandt, al volante de un Ford Galaxie, mientras sonaban los Rolling Stones y Bruce pergeñaba una de sus canciones míticas, «The promised land». El 2 de junio de 1978 se produce el parto, con fórceps. Y la fantástica criatura, «The darkness on the edge of town», entraba en la historia del rock.
Más vivo que nunca
Treinta y dos años después, el «Darkness» está más vivo que nunca. El 16 de noviembre se publica «The promise: The darkness on the edge of town story», una edición (con el formato del ya mencionado cuaderno de anillas del Jefe) con veintiuna canciones inéditas, un libro de 80 páginas, un documental sobre aquella grabación, seis horas de imágenes y más de dos horas de audio. Ni siquiera el propio Springsteen recordaba todo ese ingente material grabado y descartado en las sesiones del álbum. Tras su escucha, cabe asegurar que la mayoría de las canciones tiene una tonalidad pop, un camino que Bruce no ha exprimido al máximo, sobre todo por su alergia a todo lo que él pueda intuir como «éxito comercial».
Aquellas canciones ni siquiera se incorporaron en 1980 a su siguiente álbum, «The river», aunque podrían haber encajado musical y estilísticamente a la perfección en él. Hay piezas que conocemos con otro título y con otra letra. Como «The factory», que aquí aparece entre las inéditas como «Come on (Let's go tonight)» con la misma melodía pero distinta letra, o como «Candy's boy», cuya primera estrofa es la de «Candy's room», pero cuyo tratamiento musical es radicalmente distinto.
El fantástico documental es una lección de lo que son las entrañas de una banda de rock and roll y los entresijos de una grabación pilotada por un poseso y un obseso de la perfección artística como Bruce. Es el cofre del tesoro de Springsteen. Un tesoro perdido y recuperado. Un cofre repleto de piedras preciosas. Parte de la obra desconocida de uno de los grandes orfebres del rock and roll. Aquel chaval de Nueva Jersey que un día con nueve años enloqueció ante el televisor viendo a Elvis. Un chavalote, un colega, Bruce Springsteen.
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