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El negocio que no pincha

Más de 3.200 euros es lo que gana un «cundero» por trasladar toxicómanos a la Cañada Real. Los vecinos de Villa de Vallecas están hartos y protestan

JOSÉ ALFONSO

M. J. ÁLVAREZ

Es un negocio redondo que no pincha. A prueba de crisis. Cada «cunda» o «taxi de la droga» obtiene un mínimo de 3.200 euros al mes solo por hacer 10 viajes al día de lunes a viernes. Nunca descansan.

El negocio es redondo. Porque el número de «narcotaxis» varía, en función del día, de la demanda, de la presencia policial... Los vecinos de Villa de Vallecas dicen que, a veces, superan los 15: lo que se traduciría en un negocio mensual, para todos, de 48.000 euros. Mientras, la Policía rebaja la cifra.

Parten de Villa de Vallecas y su destino es el asentamiento marginal de la Cañada Real Galiana en la zona más próxima a Valdemingómez. Ahí es donde se compra, se vende, se malvive e, incluso, se muere. Es donde se cuece este mercado ilegal que destruye muchas vidas a cambio de las gruesas ganancias de unos pocos que conviven en ese lugar de desolación y aniquilación. ¿Buscáis coche?», pregunta a viva voz un hombre desharrapado de edad indefinida. Móvil en mano, recluta a quienes llevan las huellas de su adición clavadas en la piel y en el alma.

El punto de encuentro es el intercambiador de Villa de Vallecas, donde confluye la red de Cercanías, el Metro y numerosas paradas de autobuses. La única entrada de la estación Sierra de Guadalupe escupe de cuando en cuando a los viajeros. Los toxicómanos son los únicos que se quedan por las inmediaciones, aguardando el momento de su próxima dosis en forma de «cunda».

Hay «encargados» del cotarro mañana y tarde. El primero es un español malencarado, quien organiza el negocio con una carpeta. Incluso grita: «¡¡¡Ronaldo!!!», reclamando a un viajero ausente. Cuando tiene a la clientela necesaria para completar un vehículo, avisa al «cundero», el «taxista de la droga», mientras los drogadictos, de variado pelaje —con aspecto de indigentes, tambaleantes y de apariencia más o menos común— esperan, con calma o un mayor o menor grado de nerviosismo, en función del «mono» que tengan, el viaje con destino a su dosis.

Un viaje de ida y vuelta

Los «narcotaxis» de la droga, como si de un bus se tratara, hacen una ruta fija que es siempre de ida y vuelta: de las inmediaciones de la estación de Renfe a Villa de Vallecas y a la Cañada, y viceversa, «las 24 horas del día», a decir de los vecinos. El intermediario, a través del teléfono, les indica el lugar del vehículo. Esta vez es un BMW negro al que el conductor, en mejor estado que el resto del grupo, compuesto por cuatro personas, hace un puente para arrancar. Va sin luces. Y eso que son las 20.30 horas. Luego aparece una furgoneta azul. Los vecinos conocen tanto a vehículos como a conductores.

«Son un peligro constante, van como zombis. Se atraviesan en mitad de la carretera y tienes que esquivarles». Eso dicen dos vecinas en la calle de Felipe Álvarez. Están cansadas de una situación que ha ido a más desde hace año y medio. «Este es el camino más directo para ir a la Cañada. Desde aquí confluyen tres transportes públicos y las salidas hacia el poblado son buenas», dicen Alicia y Manoli. «Ayer, a las 16.30 horas había 30 pululando aquí», agrega Miguel. Los clientes abonan por el recorrido una cantidad al conductor. «Son 4 o 5 euros ida y vuelta. A veces, si no tienes nada, te dejan montar si son colegas. Otro día, saldas la deuda y punto», dice una chica que espera el próximo viaje y asegura, antes de darse la vuelta, que «lleva poco tiempo en esto». Muchos «cunderos» trabajan para los clanes gitanos que venden en el poblado. Y, a cambio, les dan un porcentaje de lo que pillan los pasajeros.

Un «yonki» de 71 años

El destino final son algunos de los 30 puntos de venta de droga del asentamiento, cercano a la iglesia de Santo Domingo, en la calle de Francisco Álvarez. El «narcotaxi» espera, mientras los yonkis adquieren sus dosis. Una micra, 10 euros, un gramo, 50. Es el mismo precio para la heroína y la coca. Y yo no tengo bastante ni con dos, dice Pepe, quien dice tener 71 años. «¿Qué cuánto gasto al día? Según lo que tenga», replica, mientras vuelve a insistir en remarcar su edad. «¿Qué de dónde saco el dinero?, me busco la vida», responde. «Llevo 30 años en esta mierda. Tuve problemas y ahora me tengo que buscar la vida». Su deterioro no corresponde con los años de consumo. «Es que yo, como “La Faraona”, soy extraterrestre».

Muchos se pinchan allí mismo. En el brazo, en las inglés, en el cuello... A la vista de todo el mundo, en un paisaje de desolación absoluta, de ruina física y humana que se mezcla con el entorno mísero de quien trafica a cambio de la salud de otros. En las puertas de las construcciones ilegales, que camuflan chalés de lujo, mujeres con delantal se sientan al sol, rodeadas de niños. Y observan. Escudriñan. Ven a la «cunda» volver al punto de partida. Y así una vez y otra.

Así funcionan los «narcotaxis», un negocio boyante que lejos de pinchar, va a más. «La situación empeoró en verano. Fue a más. Aquí viene gente de todo Madrid. Si les falta dinero para montar te agarran del brazo y te lo piden a tí o se lo exigen a tus hijos en el Metro o en la calle. Otros, directamente, te roban», explica Julián. El domingo, sin ir más lejos, a una anciana que paseaba en la acera con un andador le arrebataron de un tirón una cadena de oro, recalca.

«Es degradante. Practican sexo en la calle. Se pinchan. Se pelean. Se mueren y no puedes permanecer impasible: llamas al Samur», dice Lissette, que vive en la travesía de Sierra de Guadalupe, un callejón sin salida del que se adueñaron y llenaron de basura. «Vivían en sus coches. No podíamos ni salir de casa. Iban en grupo y encima, si les decías algo, te insultaban y rompían los cristales. A un vecino le agredieron y le dijeron que iban a tomar represalias». Esa fue la gota que colmó el vaso de los vecinos, quienes desde septiembre se manifiestan cada martes y cada jueves exigiendo soluciones.

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