HACE unos días, hojeando una revista de la entrepierna y el corazón, vi las fotos de la reciente boda de Julio Iglesias, y descubrí que se le había subido el muñeco a la cara, que le había sobrevenido: su propio muñeco, el muñeco de cera que llevaba dentro y que ha terminado por sustituir su antiguo rostro. Sucede a veces (ahora con bastante frecuencia entre los famosos): la pieza de cera que a uno le hacen en el Museo de Madame Toussauds echa a andar por sí misma, sale a la calle y suplanta al modelo original.
Parece que el cantante ha estado siempre preocupado por el paso del tiempo, y por el deterioro que la edad nos inflige. Y el caso es que, a fuerza de rayos uva, de transplantes capilares, de operaciones y estiramientos de piel, se diría que se le ha ido la mano. En lugar de detener el tiempo, ha cristalizado en un objeto detenido, fuera del tiempo, en su fantoche físico, en su marioneta criogenizada. Esas cosas dan que pensar. Al menos a mí me dejan meditabundo.
Es un fenómeno curioso ese de la muñequización, del afloramiento de un otro monigote que llevábamos dentro, de un títere nuestro que estaba agazapado allá en lo hondo, con ganas de salir a escena.
A poco que uno se descuide, se le vienen encima sus distintos íntimos, y se convierten en su propia máscara. Yo lo he visto a menudo. En ocasiones, suele suceder que a alguien le crece en mitad de la cara el padre, su padre, venido desde las entrañas de la genealogía. Aparece de pronto, rompe el suelo de la piel, como un brote furioso muy bien enraizado, y se encarama a la nariz, a los ojos, al pelo o a la pura calvicie. Un día, en el espejo, ese alguien descubre que ya no es él del todo, o que es un todo en el que ya no está él por completo, sino que se trata de una suerte de inquilinato biológico, de piso compartido de la identidad: su padre y él, él y su padre, en la misma habitación de las horas, en un extraño amancebamiento fantasmal.
Otras veces, se nos abalanza el doliente, el sufriente, ese secundario que todos alimentamos, y se apodera de nuestra figura. Nos la encorva, nos la tuerce, la nimba de un halo cianótico, y nada vuelve a ser lo mismo, porque nos convertimos en una mueca: nuestra mueca de dolor, nuestra contorsión de malestar.
Hay quien se ha puesto el muerto por montera, por sombrero, y se pasea como si tal cosa por la ciudad y los campos. No lo sabe, pero el muerto suyo no ha podido esperar más y se le ha enseñoreado, se le ha ensombrereado, se le ha subido a la chepa y está haciendo aspavientos mortuorios a todos aquellos con quienes se cruza. El muerto nos cadaveriza a todos más tarde o más temprano, el muy mamón. Es ley de vida; o mejor dicho: es ley de muerte.
Qué cosas se le ocurren a uno —hay que ver— con los acontecimientos de la prensa rosa, que es el color de la carne, de nuestra corporeidad mortal, tan susceptible de invasiones varias.
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