FÓRMULA 1
Ducha fría de Alonso en Spa
Se retiró después de una carrera de obstáculos y dos accidentes; victoria y liderato para Hamilton

Lejos del debate que provoca su personalidad y su imagen pública, la de su legión de adoradores y su no menos nutrida coral de detractores, a Fernando Alonso le persigue este año un sambenito: el mal de Calimero. A un campeón de una pieza como es él, le atenaza esta vez la pésima suerte. Como al encantador pollito negro que estaba abonado a la fatalidad. Todos sus hermanos eran amarillos y él, negro. Y además no lograba zafarse de medio cascarón de huevo en la cabeza. Todos los vaticinios de principio de año, basados en la tenacidad del español y la solvencia de un monstruo como Ferrari, se resquebrajan con el paso de los fines de semana. El dúo no rompe a ganar. Al contrario, el Mundial se desliza huidizo por los dedos rojos. En Spa, ni con lluvia ni sin ella, Alonso no resistió a dos accidentes, una carrera loca por la lluvia y la no lluvia, y una mala posición en la parrilla de salida. Se retiró y se aleja 41 puntos del nuevo líder, Lewis Hamilton, rotundo ganador en Bélgica.
Los foros de internet, siempre al amparo del anonimato, de la comodidad de lo oculto, se llenan de imprecaciones contra el asturiano con los argumentos conocidos: la arrogancia, la tendencia a llorar, etc, etc... Sin embargo, el gen de campeón de Alonso reside en su constancia, su determinación sin límite y su capacidad para sobreponerse a la adversidad. Para bien o para mal, no admite injerencias externas. Se propone algo y lo pelea hasta el último peldaño.
Ayer, con muchos periodistas españoles más decepcionados que él, soltó delante de todo el mundo: «Yo sí que me veo con posibilidades de ser campeón». Y su mirada retadora expresó que no va a cejar en su desafío por mucho que las matemáticas y la dinámica indiquen lo contrario.
Por suerte, han quedado atrás los tiempos en que los deportistas españoles se ponían la venda antes de la herida. Aquella época del fatalismo. Si nadábamos, nos ahogábamos. Si corríamos, nos caíamos. Si jugábamos, nos partían la crisma. Alonso ha liderado otra generación. Muchos lo llaman arrogancia. Otros, simple confianza en sí mismo en un mundo libre de complejos.
La carrera belga fue, en absoluto sentido figurado, una caldera que jugó con los nervios de los ingenieros en los garajes y de los pilotos. Las nubes tienen la culpa. Si llueve, todo cambia. Coches, estrategias, neumáticos y estados de ánimo. Antes de la salida, aquello parecía una cita de agricultores en un invierno seco. Todo el mundo preguntándose lo mismo: se mojará la tierra, sí, no, tal vez. Ferrari expresó su inquietud a través del twitter: «La Meteo Francia dice que se espera lluvia. El dato es cuándo...».
Llovió, pero cuando quiso la naturaleza, no los radares de Ferrari. Lo hizo al principio, provocando el desbarajuste en la primera vuelta y el leñazo de Barrichello a Alonso, que casi lo retira. Y también al final, cuando todos ingresaron en los garajes para montar neumáticos intermedios de agua y hasta Hamilton vio peligrar su victoria por retrasarse una vuelta.
En una enorme remontada, el español se calzó a medio pelotón. Del puesto veinte al noveno en trece vueltas. Datos que quedan en el beneficio del inventario porque lo que vino a continuación fue la decepción. Cuando más riesgo había en la pista, Alonso dobló la apuesta. Se la jugó porque dos o cuatro puntos le parecían pocos y persiguió su sueño, por lo que ha fichado por Ferrari. En ese afán, tocó un piano, la hierba y hasta luego, Lucas. Todo se volvió negro. Hamilton sumó 25 puntos para comandar ahora el Mundial y Webber se agencia los galones en Red Bull, a sólo tres puntos del inglés. Alonso está a 41 a seis carreras del final, pero ni así pierde la fe. «Yo sí me veo...».
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