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Un pueblo en busca del olvido

Veinte años después del sangriento crimen de los hermanos Izquierdo que acabó con la vida de nueve de sus vecinos, Puerto Hurraco lucha por sobrevivir a los clichés

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M. BIANCHI, I. M. PRADAM. BIANCHI, I. M. PRADA

Puerto Hurraco, una pedanía al sur de la provincia de Badajoz, reconoce con facilidad a sus vecinos, pero también a los que llegan de fuera. Suele ocurrir. Pueblos y aldeas son un excelente caldo de cultivo para la solidaridad y la cooperación, pero también para las habladurías, maledicencias, rencillas, odios... Roce y cercanía en exceso pueden acarrear dolorosas facturas. Ese es el poso amargo que deja Puerto Hurraco, pero sólo si se conoce su pasado reciente.

Como ocurrió con las niñas de Alcácer o los casos Wanninkhof, en Mijas, y Carabantes, en Coín, la matanza de Puerto Hurraco es otro claro ejemplo de un pueblo etiquetado y estigmatizado por el infortunio de compartir calles, plazas, bares y supermercados con asesinos o peligrosos enfermos mentales. Tras sus respectivas tragedias, los vecinos debieron soportar una doble ración: superar la violenta pérdida de un familiar o amigo y borrar del imaginario popular la desagradable e inmediata relación de su pueblo con horribles sucesos.

Puerto Hurraco se convirtió en el escenario de uno de los crímenes rurales más infaustos que recuerda la historia de España. Murieron nueve personas. Siete de ellas en el acto y otras dos días después. Seis más quedaron heridas por los balazos en aquella aciaga noche del 26 de agosto de 1990. Escopetas, rencor, sed de venganza y locura desencadenaron aquel crimen que quebró la rutina de los montes de la Serena durante mucho tiempo.

Veinte años después, sus habitantes luchan para olvidar el olor a pólvora, el humo de los disparos y todo aquello que fulminaron Antonio y Emilio Izquierdo, los hermanos y co-autores de la matanza. Ocultos en un oscuro callejón de la calle principal del poblado, los Izquierdo dispararon contra varios de sus vecinos para acometer su «plan de exterminio» y con el objetivo de vengar la muerte de su madre, muerta al arder de forma repentina su casa del pueblo.

«Todo aquello quedó en el recuerdo, pero no en el olvido», dice Manuel Benítez, vecino de Zarautz (Guipúzcoa) pero originario de Puerto Hurraco. «A mí, como a mucha gente, me “cogió” en el pueblo porque siempre vengo a pasar las vacaciones. Han pasado los años. De esa familia están todos liquidados. Las heridas sólo se abren una vez año con una mención especial a los muertos el día de la Misa Mayor».

Alivio paulatino

La vida, como no podía ser de otra forma, continúa en esta pedanía pacense, rodeada por olivares y barbechos; olvidada en mitad de la provincia más grande de España. Hoy se observan las puertas de las casas abiertas, niños montados en bicicleta, mujeres sentadas sobre banquetas a la sombra, gentío en el bar «Sabino» y lo más importante: el programa de fiestas de Puerto Hurraco. Es agosto y son las vísperas del día de La Virgen. El pueblo se ha llenado y su entrada recibe a vecinos y visitantes con el letrero luminoso de «Felices Fiestas».

El «milagro económico español» de los años sesenta desplazó a buena parte de los habitantes de Puerto Hurraco hacia regiones industrializadas. La comarca de La Serena fue, entonces, especialmente castigada por el éxodo rural pero continúa siendo una de las más deprimidas de España, a instancias de las ayudas de la UE por mejorar sus niveles económicos mediante los fondos Feder y Feoga. Madrid y Barcelona; pero sobre todo San Sebastián, Azpeitia y Zarautz (Guipúzcoa) fueron los destinos elegidos por estos emigrantes hace cincuenta años. Sin embargo, no han olvidado sus raíces. Los veranos son una buena etapa para verse nuevamente.

Época de reencuentro

Mirando al cielo y amarrada entre los altos del «Sabino» y la cornisa de la edificación de enfrente, hay atravesada una lona que proyecta una gran sombra. Minutos después el pueblo se va acercando a los alrededores de ese enclave estratégico y una mesa alargada empieza a llenarse de comida y bebida. Los vecinos de Puerto Hurraco se unen durante unas horas para compartir la «VIII Jornada gastronómica» que indica su programa de fiestas. «En el pueblo no se habla para nada de aquel episodio. Sólo de puertas para adentro y cuando vienen periodistas, que lo hacen a menudo», apostilla Blanca, de 18 años. Su familia es del pueblo «de toda la vida», pero emigraron a Zarautz, donde nació ella. «Me encanta pasar aquí los veranos», dice. Acto seguido, camina hacia unos niños de corta edad sentados sobre el bordillo de una acera. Les saluda cariñosamente y ellos le devuelven el saludo.

Josefa Dávila llevaba 24 años sin ir a Puerto Hurraco, aunque allí se encuentran sus orígenes. «Mi padre murió. Después la familia se repartió las tierras. Como tenía a mi madre aquí en Zarautz, no he ido en todo este tiempo». Josefa ahora tiene 58 años y ha preparado marmitako de atún. Junto con los pimientos rellenos y la liebre con arroz que portan otras familias, el pueblo disfruta durante unas horas de una agradable comida, con permiso del calor extremeño. «Como hay muchos “forasteros”, cada uno cocina platos típicos de donde vive. Después las ponemos en común y todos vamos probando de todo». Así, entre cerveza, vino, música de «Los Chichos» y dos tartas «riquísimas» para el postre, los de Puerto Hurraco arrancaron felizmente los motores de la festividad a La Virgen. «Afortunadamente, todos los Izquierdo se han muerto», concluye Josefa. Nadie parece acordarse del vigésimo aniversario de la matanza.

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