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TRIBUNA ABIERTA

RENEGAR Y RENUNCIAR

EN los últimos treinta años, los poderes fácticos de nuestra comunidad autónoma nos han conducido a un modelo de sociedad en el que, para ser un buen catalán uno debe renunciar a lo que es o a lo que quiere ser. Desde los gobiernos de Pujol hasta los tripartitos de Maragall y Montilla nuestros gobernantes han hecho del verbo renegar o renunciar su bandera. Porque para cuadrar a todos los ciudadanos con el patrón identitario que ellos construyen cada día debemos renegar o renunciar a parte de lo que somos como individuos.

D Si uno quiere ser considerado un buen catalán por la Cataluña oficial debe hablar en público solo en catalán con el resto de ciudadanos —y según las campañas de la Generalitat no cambiar de idioma si tu interlocutor es castellanoparlante para no «ofenderle»—, debe sintonizar siempre TV3, debe leer el Avui, la Vanguardia o como mucho el Periódico, debe escuchar Catalunya Ràdio o RAC 1, debe votar a cualquier partido catalanista-nacionalista, y debe ser seguidor del Barça o como mínimo fingir que se alegra con las victorias del equipo azulgrana. Es importante también, para cumplir con ese patrón de uniformidad, sentirse eternamente víctima del resto de España, considerar que nosotros mantenemos al resto de españoles que son unos vagos, y que nosotros somos una nación vilipendiada y expoliada, no por el 4% o por Pretoria, sino por el «estado opresor». Es fundamental para tener el carnet de catalanidad que otorgan Carod y compañía renegar de tu lugar de origen o de tu familia «española», citándolos como una anécdota superable y perdonable en tu trayectoria vital. Por eso, si has nacido en Andalucía o Aragón como Montilla y Carod debes decir siempre que lo importante no es el origen o tu lengua materna si no de dónde se siente uno o la lengua que habla públicamente. Es decir, la unidad de la nación catalana está por encima de nuestros lazos sentimentales, sociales o culturales con el resto de España. Es vox populi que los renegados deben pedir perdón por no ser «puros», y por ellos deben cometer más atropellos y exagerar más sus acciones que los propios «autóctonos». Ir a un concierto de flamenco en Barcelona, celebrar la victoria de la Roja por las calles catalanas, ir a los toros u oponerte a su prohibición, decir públicamente que prefieres un Ribera del Duero a un Penedés o un Priorat, o decir que hay mejor teatro o música en Madrid que en Barcelona es sacrilegio en este estado intervencionista y confesional llamado «nació catalana». Por eso el objetivo de

la Cataluña oficial, aunque sea de forma descarada a golpe de prohibición o sanción, o cerrando la puerta a determinadas actividades culturales, deportivas o sociales, es borrar del mapa la Cataluña real que es plural, cosmopolita y abierta, aunque tristemente, cada vez menos.

Es peligroso que el futuro de Cataluña esté en manos de los que reniegan o nos obligan a renunciar a una parte de nuestro origen, lengua o libertades. Muchos ciudadanos de Cataluña hemos decidido que este otoño plantaremos cara democráticamente a aquellos que quieren hacernos olvidar quiénes somos, de dónde somos y sobre todo, qué queremos ser. Somos mayoría social los que no queremos escoger entre Cataluña y España, porque somos ambas cosas. El nacionalismo es insaciable, es imposible convencerle, solo se le puede vencer, como en el País Vasco, votando en las urnas. Es el momento de despertar o si no será demasiado tarde.

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