Ir a una galería puede ser una fiesta, incluso más allá de su inauguración. De acuerdo con ciertos clichés, la entrada a una galería va acompañada de cierto respeto, distancia y, especialmente, seriedad. En resumen, ese entorno frío, desalmado y poco proclive al abrazo fruitivo de igual a igual por la tensión ante lo que se considera superior.La exposición de Lluís en la Galería Valle Ortí de Valencia asegura que el visitante no saldrá con esa congoja, y no por falta de nivel artístico, desde luego. El artista se siente más cómodo entre la algarabía de unas risas que en el silencio inmaculado propio de un centro de arte, demandando una posición activa dispuesta a la risa por la risa, a lo caricaturesco y exagerado como forma de diversión pura e infantil, al estilo carnavelesco del medievo. En sus palabras, «[mi obra] pertenece a la gente de a pie donde no hay genios ni tratos especiales, (...) a la voz del pueblo; simple, estúpido e irreverente».
Lluís es pintor, ilustrador, músico (Chewbaccas, Psycho a go-go) y panadero; todo caras de una misma moneda, especialmente desde que, parafraseando un cuadro suyo, las musas murieron y por tanto lo que queda al artista es estar solo frente a su imaginación, liberando muñecos desgarbados pero simpáticos que festejan guateques en cementerios inusuales. Vive a caballo entre su Valencia natal y Melbourne y, a priori, parece cumplir el estereotipo lowbrow: autodidacta, antielitista, antiintelectual y cuya obra puede extenderse sin problemas a las páginas centrales de la revista Car Kultur Delux, a monopatines o a la cartelería de conciertos.
La muestra que se exhibe hasta el 3 de julio recoge los últimos 38 lienzos ejecutados por Lluís en tan sólo tres meses. Su carga burlona no señala con el dedo sino con la lengua. Su estilo posee un carácter y un acabado único. Anorexia, comida basura, pobreza, hipocresía y consumismo son algunas de las cuestiones serias que Lluís aborda desde el humor y zanja con contundentes frases superpuestas.
Sus lienzos bailan junto a lejanos pinceles que parten de la estación Tex Avery, mito del cartoon y artífice de una de las mutaciones más bonitas que se han dado, como es la pérdida del trazo mimético en los dibujos animados.
Aunque afirme que es el arte de un inocentón, su reflexión es cierta y se canaliza a través de todas las influencias de las que bebe. Sus siluetas contienen un gesto congelado que mediante precisos trazos trasluce toda una narrativa. La mezcla de fuentes no se limita al plano inspirador, sino que atraviesa los sentidos, enriqueciendo la percepción. Resulta inevitable escuchar a Lead Belly cantando Goodnight Irene al reparar en los retratos de anónimos bluesmen embriagados, como imposible es no sumergirse por un instante, por un trazo, en una película de ciencia ficción de escenarios acartonados. O sonreír nostálgicamente ante viejos cartoons que nunca hemos leído.
Buena parte de la exposición la ocupan retratos con la técnica de aguada china cuyo objeto figurativo son aleatoriamente cromañones, mafiosos cabreados, arquetípicos reyes en banquetes pantagruélicos, superhéroes echados a menos o mujeres que, aun embutidas en imposibles escafandras espaciales, consiguen lucir curvas propias de una pin-up de los años 50. En definitiva, una estrambótica reunión de personajes (con evidentes influencias del cartoon y cómics anteriores a la década de los sesenta) y la desnudez de la antigua técnica japonesa sumi-e.
Como en la parodia no hay moraleja, e incluso sus frases lapidarias parecen llenas de autocrítica humorística, nada mejor que enmarcar el fin de esta exposición con su obra No particular place to go, todo un homenaje a la canción de Chuck Berry que nos transporta al romántico mundo de un cuento de espíritu r’n’r: libre, utópico e imprevisible.