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Zocodover, plaza de la Literatura

Por la plaza de Zocodover anduvo toda la tropa desarrapada y gallofera de los pícaros del Siglo de Oro, y otros antes de ellos, y más que vendrán en el devenir literario

Zocodover, plaza de la Literatura ABC

por MARIANO CALVO

Sin exageración podría afirmarse que Zocodover es el kilómetro cero de la literatura española, y si esta plaza necesitase un subtítulo, le vendría bien el de «Plaza de la Literatura» porque ninguna otra de España cuenta con un acervo tan rico en evocaciones y citas literarias: no en vano Zocodover es el corazón urbano de la ciudad quizá más literaturizada de España.

El antiguo «zoco de las bestias» aún permite imaginar el deambular de Lázaro de Tormes bajo sus soportales, merodeando al acecho de algún mendrugo con el que calmar las insidiosas tripas. En su espacio triangular, bajo la inquietante tutela del Alcázar, Lázaro buscó amo a quien servir, y allí o en una de sus calles aledañas se topó con el orgulloso y mísero escudero, que acabó dándole peor vida que esperaba.

En el vértice norte de Zocodover, donde hoy se erige un trivial semáforo, tuvo su emplazamiento la siniestra picota a la que Lázaro conducía los reos mientras desempeñó el oficio de pregonero.

Unos años antes, el padre de Fernando de Rojas, el celebrado autor de La Celestina, había paseado en procesión de penitenciados por la plaza de Zocodover vestido con el sambenito inquisitorial. Y, por idénticos motivos, luego le tocaría el turno a los familiares del toledano Francisco de Rojas, el comediógrafo.

Centro de la picardía

Miguel de Cervantes consideraba a Zocodover uno de los centros capitales de la picardía, y en su novela La Ilustre Fregona alude a esta plaza como foro de carteristas, a los que él llama con prosodia casi de título nobiliario: «cicateruelos de Zocodover»· En esta misma idea insiste en Rinconete y Cortadillo, cuando uno de los personajes confiesa que ejerció el picaresco oficio de saqueador de faltriqueras durante los cuatro meses que pasó en Toledo.

Por la plaza de Zocodover anduvo toda la tropa desarrapada y gallofera de los pícaros del siglo de Oro, y si el primero fue el Lazarillo, pronto le siguieron Guzmán de Alfarache, que por ella se pavoneaba haciendo guiños a las damas; el «Donado Hablador», que en ese lugar encontró gentilhombre al que servir; Estebanillo González, aquel que opinaba que Toledo era una «oficina de esplendores», y que tal vez por eso puso despacho de picardía en esta plaza; o el Bachiller Trapaza, o Pedro de Urdemalas… Incluso la Pícara Justina, «reina del engaño meloso», que por Zocodover sería engendrada, pues de Toledo era su autor.

En El Quijote, la más preciada de nuestras joyas literarias, se hace mención dos veces a Zocodover: Cuando el de la Triste Figura se cruza en el camino con una cuerda de galeotes, uno de ellos —Ginés de Pasamonte— le dice al manchego que si hubiera tenido dinero para sobornar a la justicia, «me viera en mitad de la plaza de Zocodover de Toledo, y no en este camino, atraillado como galgo».

Aparece de nuevo la plaza en El Quijote cuando, al hacer ponderación Sancho Panza de la calidad del habla de los toledanos, un estudiante le replica la diferencia de calidad que existe entre el castellano que se habla en el claustro de la catedral, donde pasean los caballeros, del castellano vulgar que se hablaba en Zocodover, congregación de pícaros y truhanes.

El siglo de Oro

Por Zocodover paseó Garcilaso de la Vega, el príncipe de los poetas castellanos, en sus idas y venidas a la corte alcazareña, y cabe suponerle en la plaza toledana tomando parte en las fiestas y torneos que se celebraron con motivo de la entrada de Carlos V en la ciudad.

También Zocodover vio pasar una noche a San Juan de la Cruz huyendo de su cautiverio en el cercano convento del Carmen, pues entre su lugar de presidio y su lugar de refugio se encontraba la plaza, que tuvo que atravesar a altas horas de la madrugada como un noctámbulo insólito. Llevaba el cuerpo molido a golpes y vestía un hábito de harapos, pero en su cabeza anidaban ya los versos de su Cántico espiritual. De él podríamos decir con un poco de humor que «en una noche oscura / pasó por ese zoco con presura».

Lope de Vega y Baltasar de Medinilla hicieron tertulia bajo sus soportales, donde con toda seguridad hablarían de damas (bobas o no) y en octosílabos con rima en los pares. Y, por su parte, Agustín Moreto, Tirso de Molina y Calderón, en sus paseos de ida y vuelta a sus conventos, encontraron en este paraje tema argumental para sus comedias y nutrida galería de tipos y personajes para los escenarios.

Zocodover romántico

En Zocodover, Gustavo Adolfo Bécquer enfrenta a caballeros de capa y espada por el amor de la consabida dama veleidosa, pero antes que él ya el Cantar de Roncesvalles había visto las posibilidades legendarias de esta plaza, trayendo a colación al mismo Carlomagno, al que lo hace batirse en ella contra el moro Galafre por el amor de la princesa Galiana.

Los romances y las leyendas se acumulan entre las fachadas zocoverinas, donde tan pronto se describe a Alfonso VI torneando moros como se pintan a mozárabes y galicanos celebrando juicios de Dios por ver qué liturgia se sale con la suya.

Los fantasmas del pasado rondan en esta plaza que, sobre su apariencia candorosa, ha visto pasar toda la historia de España. Y si es cierto, como se ha dicho, que podría explicarse la historia de España sin salir de Toledo, no lo es menos que podría explicarse la historia de Toledo sin salir de Zocodover. Entre los que así pensaban, se inscriben Baroja, Azorín y Galdós. Los del 98, en su afán de buscar las causas de los males patrios, llegaron por instinto a Zocodover y acabaron erigiéndola en el prontuario simbólico de la decadencia española.

En realidad, antes que ellos, ya lo había visto y rimado el poeta Zorrilla:

«Hubo unos días de gloria,

vanos recuerdos de ayer:

apenas hoy de esa historia

nos queda un Zocodover»

Icono del derrumbe

Zocodover es el primer lugar que visita el protagonista de la novela barojiana Camino de perfección, y, apenas pone el pie en ella, le sale al encuentro una turba de chiquillos zarapastrosos que le proponen a gritos servicios de cicerone o, en su defecto, el tributo de una limosna. Y el Zocodover de aquel Toledo finisecular se convierte para Galdós, Baroja y Azorín en lo que podríamos llamar el icono del derrumbe nacional.

Zocodover era el marco favorito de los paseos del personaje Fernando Osorio (trasunto del propio Baroja), al que el vasco describe paseando a diario por Zocodover, «entre empleados, cadetes y comerciantes».

Por su parte, el Azorín protagonista de «La Voluntad», mientras se pasea «por los clásicos soportales» de Zocodover, da en la idea de casarse con una hermosa toledanita que ha visto comprando mazapán. Y piensa que los toledanos deben de ser felices pues «tienen muchos clérigos, tienen muchos militares, van a misa, creen en el demonio, pagan sus contribuciones, se acuestan a las ocho… ¿Qué más se puede desear?»

A Galdós, pese a su gran amor por Toledo, no le gustaba gran cosa Zocodover porque decía que sus casas no tenían la suntuosidad moderna ni la fealdad interesante de lo antiguo. A pesar de todo era un gran frecuentador zocoverino y solía almorzar en un restaurante cercano convertido hoy en un restaurante asiático.

El escritor francés Mauricio Barrés admiraba en las toledanas que veía pasear por Zocodover «la dulzura y la cortesía de una civilización antigua», y al hispanista inglés Richard Ford la plaza le parecía «muy mora», tal vez porque la viera en día de mercadillo, el mercadillo de Zocodover.

En los años veinte, llegaron los jóvenes surrealistas de la Residencia de Estudiantes —Lorca, Dalí, Buñuel, Alberti—, que en viajes de fin de semana pernoctaban en la Posada de la Sangre. Entre chinches y risas, los del veintisiete convirtieron la Posada de la Sangre en sede de la jocosa Orden de los Hermanos de Toledo, y de cuando en cuando se les veía atravesar Zocodover de noche, con las sábanas bajo el brazo, para investirse de fantasmas por esos callejones, causando espanto a los desprevenidos transeúntes.

Años después volvió Buñuel a Zocodover para filmar una escena de «Tristana» en el café Español, aquel entrañable café que conservaba toda su esencia decimonónica y galdosiana, y que el aragonés salvó para la vida eterna del celuloide. A un palmo ya de nuestro presente, la plaza vio a García Nieto recitando églogas de Garcilaso, rodeado de poetas jóvenes reclutados en el madrileño Café Gijón.

Una vieja caracola

Hoy, los transeúntes de mirada distraída que atraviesan Zocodover quizá sólo alcanzan a ver en esta plaza un sencillo escenario de vida provinciana con sus fachadas de pretenciosos miradores, sus soportales restaurados y su incesante tráfago de anodina cotidianidad. Pero debajo de esa anodina apariencia, Zocodover supone un privilegiado espacio cultural donde se acumulan hasta límites asombrosos las evocaciones históricas y literarias. Más que una plaza, Zocodover es una grande y vieja caracola donde, si aplicamos el oído, aún podemos escuchar los rumores de mil nombres y palabras inmortales.

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