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ABC Cultural

opinión

Aplicar el reglamento

Se echa en falta el Quijote o el Cándido de nuestra sociedad, el que cumpla a rajatabla el (tedioso) reglamento. Cuando alguien por fin lo escriba vamos a llorar de risa (o de pena)

Rafael Reig

Quizá toda historia comienza con una insubordinación, alguien que transgrede las normas o un accidente que rompe el orden establecido. El trayecto puede llevar luego a la restauración, a la destrucción o a un nuevo comienzo. Un tipo se despierta convertido en un extraño insecto, alguien decide matar a una anciana, una mujer casada se empeña en enamorarse de otro, etc. En el fondo, estas novelas empiezan como los viejos chistes del colegio: van un americano, un francés y un español en un avión, ¡se rompe un motor!

Hay otro tipo de novelas que comienzan al contrario: empiezan a ocurrir cosas precisamente por cumplir las normas. Un tipo se empeña, digamos, en ser un ciudadano ejemplar y se toma al pie de la letra los manuales: la catástrofe está garantizada. Podríamos llamarlas novelas «por exceso de celo»: tratan de las imprevistas (y desaforadas) consecuencias de cumplir el reglamento. La más famosa quizá sea Don Quijote de la Mancha: un tipo se empecina en vivir conforme a los dictados de la caballería andante y, claro está, pasa lo que pasa. En este caso, el busilis reside en que ese reglamento ya está mandado recoger, sin que el tipo se dé por enterado, pero el esquema es el mismo: la colisión entre la armonía y perfección de un ideal teórico y la limitada y áspera realidad.

La censura como alternativa

Con normativa vigente y código militar provoca Jaroslav Hasek un cataclismo (muy cómico) en Las aventuras del valeroso soldado Schwejk, un recluta capaz de echar a perder cualquier guerra mediante el estricto cumplimiento del reglamento vigente y la obediencia debida. Sin embargo, es frecuente que el código al que se somete el protagonista sea tan mítico y trasnochado como lo era el Amadís de Gaula para don Quijote. Así sucede en La conjura de los necios, donde Ignatius Reilly se enfrenta a la sociedad contemporánea sin más armamento que Santo Tomás de Aquino y La consolación de la filosofía, de Boecio.

En este punto, cuando el reglamento es de aplicación imposible, trágica o cómica, la alternativa parece ser: lo que censura la novela es (sobre todo) la norma o censura (sobre todo) la sociedad que hace imposible su cumplimiento. O ambas, sin duda. Voltaire, en su Cándido, se ríe a mandíbula batiente del optimismo filosófico («vivimos en el mejor de los mundos posibles»). Algo parecido hace Diderot en Jacques el fatalista. Cervantes, en cambio, no arremete contra el ideal caballeresco, que será muy bueno y muy santo, sino contra la sociedad de su tiempo, que no está para bondades ni para que «Juan Haldudo el rico, el vecino del Quintanar», le pague lo que le debe a su criado Andrés, en lugar de azotarle, aunque don Quijote crea que «basta que yo se lo mande, para que me tenga respeto» (I, cap. IV).

Desde el ideal caballeresco al código militar, este esquema se ha ensayado con casi todos los catecismos tácitos o explícitos: un tipo que se obstina en cumplir al pie de la letra el Evangelio, otro empecinado en comportarse como un detective de novela negra y hasta el pobre hombre que decide cumplir todas las normas (mitológicas) indispensables para ser escritor, como el desventurado protagonista de Juegos de la edad tardía, de Luis Landero.

Ya se echa en falta, sin embargo, el Quijote o el Cándido de nuestra sociedad, el que cumpla a rajatabla el (tedioso y pormenorizado) reglamento de la corrección política, la solidaridad, la tolerancia, la multiculturalidad, el feminismo, el ecologismo, el pacifismo, la salud, la gimnasia, la indumentaria y hasta la sexualidad contemporáneas. Cuando alguien por fin lo escriba (debe de estar al caer) vamos a llorar de risa (o de pena, al vernos tal como somos).

Hay señales que anuncian este personaje entre don Quijote y Mr. Pickwick, entre el soldado Schwejk y el capitán Yossarian (el de Trampa 22, de Joseph Heller), entre el optimista Cándido y el fatalista Jacques.

Dos excelentes títulos

Para mí, la señal inequívoca es la aparición de dos excelentes novelas de esta clase, escritas por dos buenos amigos míos (vaya por delante). Retrato de un hombre inmaduro, de Luis Landero, es la aventura de un tipo que quiere ser bueno, o convencerse de que lo es, en una sociedad (la nuestra) que también está decidida a salvar por encima de todo su buena conciencia. Antón Mallick quiere ser feliz, de Nicolás Casariego, es lo que dice su título: la historia de un tipo que, contra toda evidencia y contra sí mismo, se propone ser feliz, tal y como la cultura contemporánea aconseja lograr la felicidad y sin escatimar lecturas de autoayuda (sus propios libros de caballerías).

Lo que pasa es que ni el personaje de Luis ni el de Nico acaban de creerse de verdad el catecismo que abrazan. El tipo de Landero sin duda quiere ser bueno, aunque a la manera de San Agustín: sí, hazme bueno, Señor, pero no te des demasiada prisa, por favor. El tipo de Casariego no llega a convencerse del todo de que la felicidad sea un programa vital. Más bien parece responder como dicen que hizo Einstein cuando le preguntaron si era feliz: ¿Yo? ¡Por supuesto que no, ni puñetera falta que me hace!

Pero quizá ambas novelas se apartan del modelo clásico para llegar a una narración más ambigua y melancólica, que se aleja un poco de la comedia para acercarse más hacia lo inquietante.

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