La chulería del genocida
Ningún genocida tiene conciencia de culpa. No la tiene Radovan Karadzic, el ideólogo, el rapsoda de la limpieza étnica en la guerra bosnia. Ni la tuvieron Slobodan Milosevic, ni los jerarcas nazis procesados en Nuremberg. Cuanto mayor es el crimen, más campante y risueño se mantiene el acusado, que suele dedicarse a ingeniar triquiñuelas para despistar a los jueces, entretener al público y soslayar el careo con su conciencia. Lo habitual es que el reo se considere la víctima y se entregue a un penoso ejercicio de autocompasión. Como si pretendiera que, encima, nos solidaricemos con su suerte.
Puesto que el objetivo de la Justicia no es la venganza, sino la reinserción, parece inevitable que criminales como Karadzic entretengan el resto de su vida entre rejas, pues por más años que pasen su conciencia de culpa seguirá sin dar señales de vida. Es muy posible que el más abyecto asesino común llegue a tener en algún momento una revelación de su culpa. Pero no se sabe de ningún genocida con coartada ideológica que albergue dudas sobre su inocencia. Si ésta hubiese cabido en su alma, no habría servido para asesino en masa. Provoca desaliento la chulería con que los criminales de guerra se enfrentan a la Justicia. Esos fantasmas de las víctimas asesinadas que volvían a la vida para atormentar a Macbeth o Ricardo III dejarían tan frescos a sujetos como Karadzic (o Milosevic o De Juana Chaos, que tanto da). Macbeth, a su lado, era una piadosa criatura. Aún conservaba la conciencia; ellos la han borrado en la ideología.
Juicios como el de Karadzic tienen una vocación didáctica. No sirven para que el acusado se las vea consigo mismo. Pero pueden servir para que, en Europa, nos percatemos de que, por muy finos que nos creamos, sigue durmiendo en nosotros una monstruosa tendencia a la locura fascista, al genocidio y a dejarnos hipnotizar por sujetos sin conciencia.
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