Marcelino Oreja
En este año de 2009 se cumple una década desde que Marcelino Oreja dejó la política. O, mejor dicho, la activa, porque Marcelino es un animal político en sentido aristotélico y no dejará jamás de ocuparse -y apasionarse- por los asuntos públicos.
Para festejar tal efemérides quienes le hemos acompañado a lo largo de su vida hemos querido rendirle un homenaje en forma de liber amicorum, cuya presentación tendrá lugar mañana en la Universidad San Pablo-CEU.
Las contribuciones de las ochenta y nueve personalidades españolas y extranjeras que han participado en el libro presentan dos rasgos en común: todas resaltan la importancia de los logros de Oreja como político y todas ensalzan su persona.
Fundador del grupo Tácito, que tan destacado papel jugó en la preparación de lo que fue la transición democrática, Oreja se convirtió en activo protagonista de la misma al ocupar la cartera de Asuntos Exteriores en el gobierno salido de las urnas el 15 de Junio de 1977. Tenía los mejores títulos para ello: era un brillante diplomático y un sólido profesor universitario que había ejercido su profesión al lado de grandes maestros como Castiella o Areilza. Pero, además, tenía un ambicioso proyecto, situar a la España democrática en el lugar que le correspondía por su vocación y por su historia. Durante sus casi cuatro años al frente de la cartera de exteriores, nuestro país recuperó la normalidad y restableció relaciones diplomáticas con 19 Estados, entre ellos la Unión Soviética y México. El hotel George V de la capital francesa fue testigo de una anécdota que refleja tanto la pasión de Oreja por la historia como su sentido del humor. Poco antes de comenzar el acto, Oreja se dirigió a un estupefacto canciller Sepúlveda para expresarle su imposibilidad de firmar... mientras un busto de Napoleón presidiera aquella sala: «No es el mejor testigo ni para tu país ni para el mío» - afirmó Oreja. Pero como en esta vida casi todo tiene arreglo, un tapete impidió tan inoportuna presencia en aquel significativo reencuentro entre españoles de ambos hemisferios.
Europa ha sido una constante en la acción política de Oreja. No resulta por ello extraño que la primera decisión política del gobierno de UCD fuera la petición de apertura de negociaciones con la CEE. Poco tiempo después logró la entrada de España en el Consejo de Europa, antes incluso de dotarnos de una constitución, hecho sin precedentes y muñido con inteligencia y experiencia por nuestro protagonista con el apoyo de todos los líderes de las Cortes. Años más tarde fue elegido secretario general de aquel mismo Consejo. Centró su discurso de toma de posesión en la «Europa de lo esencial» que para él era la Europa de los derechos humanos y las libertades -Oreja siempre ha preferido el plural al singular- y emprendió una necesaria y profunda reforma en una organización que en aquella época pretendía hacer mucho con un presupuesto escaso. Durante su mandato, el Consejo de Europa inició el deshielo con los países de Europa Central y Oriental. Ya en 1987, y ante la mirada incrédula de los ministros de Asuntos Exteriores, fue el primero en advertir el cambio que se avecinaba y que acarrearía la caída del Muro de Berlín.
En la década de los noventa Oreja formó parte de la Comisión europea, con Jacques Delors primero y Jacques Santer después. En ambos mandatos dejó patente su buen hacer y competencia en las carteras encomendadas así como su interés por el rumbo que tomaba la construcción europea en retos como el euro o la ampliación.
Con el nuevo milenio comenzó una nueva andadura en la empresa privada cuando Esther Koplowitz le nombró presidente ejecutivo de Fomento de Construcciones y Contratas. Pero no por ello olvidó su vocación europea: jugó un papel determinante, junto con Maarti Ahtisaari, Premio Nóbel de la Paz 2008, para buscar una salida política a la situación creada en Austria por la entrada del partido de Haider en la coalición gubernamental y continúa ocupándose de Europa desde el Instituto de Estudios europeos, organizando debates sobre todo aquello que afecta al futuro de nuestro continente.
Senador real, diputado a Cortes, eurodiputado, hombre de UCD, Oreja tuvo un papel muy relevante en la refundación del centro-derecha en España a finales de los años ochenta. Sus premisas eran claras: hacer de la coalición de partidos nucleada entorno a Alianza Popular el Partido Popular, apostar por el centrismo en el terreno de las ideas, alinearse con el Partido Popular Europeo que encarnaba los valores del centro-derecha en Europa e integrar y no excluir a nadie. Sólo cuando esos postulados se llevaron a la práctica estuvo el PP en condiciones de ganar unas elecciones en España.
Pero si su haber suscita admiración -ahí es nada, veinticinco años en primera línea de la política europea y española- su persona, Oreja como ser humano, provoca una reacción de inmenso cariño. Marcelino personifica al actor de la Transición, al hombre de unión y de consenso, de diálogo y de comprensión; quien ve en el rival político un adversario leal y nunca un enemigo, quien intenta ponerse en su piel para entender sus razones. Esta actitud, que constituye un estilo de vida, su manera de estar en el mundo, está enraizada en una profunda fe cristiana que ha guiado en todo momento la rectitud de su conducta. Y en unos afectos, siempre presentes: su adhesión a la Monarquía y en especial, su admiración hacia la figura del Rey Don Juan Carlos, en quien percibe la garantía de estabilidad y concordia que reputa esenciales para la convivencia.
Y hacia su familia, que ha jugado un papel fundamental en su vida. Su padre, a quien no conoció pero cuyo ejemplo le ha acompañado siempre; su madre, amor, dedicación y entrega; su mujer Silvia y sus hijos Marcelino y Manuel, su puerto y su ventura.
Pero si algo define de manera determinante a Marcelino es su condición de vasco. Vasco hasta la médula, de la estirpe del los Idiáquez, los Elcano o los Legazpi que, como muchos otros, jugaron un papel de primer orden en la historia de España y la proyectaron hacia todos los confines de la Tierra. En 1980, nuestro protagonista aceptó el reto -«un valiente», titulaba la portada de Blanco y Negro- de convertirse en el primer delegado del gobierno en el País Vasco cuando ETA asesinaba a más de cien personas al año.
Estoy seguro de la inmensa alegría que siente en estos momentos aquel valiente cuando se abren ventanas a la libertad en la hermosa tierra de sus antepasados. Como estoy convencido de la emoción que le embargará cuando lea las páginas que le dedican sus muchos amigos como muestra de afecto hacia su persona y de admiración hacia su legado.
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