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La estatua del tiempo

SE ha parado un momento en el portal, quizá para acostumbrar los ojos a la claridad limpia y luminosa de abril, y se ha ajustado el negro antifaz antes de echar a andar con paso decidido, el caminar rápido y solemne con el que pasa a mi lado, rozándome con la túnica, como una silenciosa estatua del tiempo. Sé quién es; tantas veces nos hemos cruzado en la calle o nos hemos parado a hablar debajo de este mismo naranjo cuyo alcorque está hoy cuajado de blancos azahares, pero ahora no hay palabras ni gestos ni saludos; hoy es sólo una sombra anónima y muda que avanza por el camino más corto hacia su cita anual con la memoria.

Eso es la Semana Santa; no un rito atávico ni un aquelarre de fundamentalismo religioso, sino el reencuentro cíclico de un pueblo con el paisaje moral de sus sentimientos y de su conciencia. Una fiesta abierta y plural en la que confluyen la fe, la costumbre, la tradición, el arte, la estética, las emociones, abierta a la participación de creyentes, agnósticos, dudosos e indiferentes. Me lo dijo una vez un intelectual escéptico que saca de costalero la imagen de un Crucificado: «Yo no creo estar llevando sobre mis hombros a Dios, pero sí a un hombre que murió por el perdón de todos. Me basta con eso para involucrarme en un acto de solidaridad con mi gente». Nadie que no haya estado en las trabajaderas sabe hasta qué punto se comparte ahí abajo la experiencia del sufrimiento. Pero aún existe una mirada de trivial superficialidad que confunde esta fiesta de enorme intensidad sentimental con una tradición de catolicismo integrista o un ancestralismo folklórico de la España negra. Por eso muchos creen desde fuera que existe una batalla política de lazos antiabortistas y presiones clericales; deberían ver el asombroso respeto con que cada cual vive la expresión de su fe o los motivos de su presencia. En pocas citas masivas se produce tanta tolerancia: hay autoridades socialistas presidiendo sin conflicto alguno las procesiones y mujeres que han abortado caminan descalzas tras el Gran Poder protegiéndose con pañolones de plástico de la lluvia de cera de los cirios.

Es la gran fiesta del perdón, sí. Una cita del pueblo con la memoria de sus antepasados, preservada a través del tiempo por una sólida arquitectura de simbolismos de devastadora potencia emotiva y bellísima sensibilidad estética. En cada ritual de esa gran liturgia de la memoria late un intenso sentido pasional que nos vincula con la necesidad de la indulgencia. Claro que hay una raíz religiosa, ética en esa dimensión social de la penitencia y de la compasión: la misma del Hombre cuya embellecida efigie moribunda pasea estos días por las calles. Y que, al perdonar a sus verdugos «porque no saben lo que hacen», dejó abierto el poder de la misericordia incluso para los que sí lo saben.

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