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Lo mejor de 'La casa de papel' es que se acaba

En los últimos capítulos de la serie la trama avanza a una velocidad entretenidísima, fuera de los límites de cualquier legalidad, y da los volantazos necesarios para mantenernos pegados al sofá y, de paso, corregir alguna deriva de su rumbo

Bruno Pardo Porto

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Antes de Netflix los atracos duraban lo que un partido de fútbol. En una hora y media, dos a lo sumo, si había prórroga, los delincuentes tenían tiempo de preparar un plan retorcidísimo, hacer un par de chistes y ejecutarlo. También nos contaban su vida, sus traumas infantiles, su coartada moral, y a veces hasta se enamoraban. Ya se sabe: en una película cabe la vida si le quitas las partes aburridas. Los guionistas de ' La casa de papel ', en cambio, han tenido que llenar veintiséis capítulos con el robo del Banco de España . Saquen sus conclusiones.

Esta segunda parte de la serie ha durado tanto que, entre medias, se les ha muerto hasta la narradora y no ha pasado nada, porque superado cierto umbral de poder o popularidad puedes hacer lo que quieras sin dar ninguna explicación: en este caso dejar que Tokyo siga contando sus cosas con la voz en 'off' incluso después de inmolarse por el mal común, que es el bien de unos pocos. Esto es como cuando las gallinas corren sin cabeza.

Lo mejor de los nuevos cinco episodios de 'La casa de papel' es que son los últimos, y eso es mucho en un mundo que tiene miedo a los finales. En este cierre la trama avanza a una velocidad entretenidísima, fuera de los límites de cualquier legalidad, y da los volantazos necesarios para mantenernos pegados al sofá y, de paso, corregir alguna deriva en el rumbo de la serie. Qué bien se viaja cuando hay que llegar a algún lado, aunque sea en persecución constante.

Los protagonistas ya no se visten de héroes, sino que se reconocen como delincuentes más o menos refinados que han sabido jugar con la opinión pública y con la audiencia más complaciente, que quería ver en su delito un acto de justicia poética. Se han cansado de jugar a los discursos, porque las máscaras pesan demasiado: al principio se ponían las caretas de Dalí (eran artistas ), más tarde se inventaron sus identidades revolucionarias (eran políticos , o algo peor).

«Soy un ladrón, hijo de ladrón, hermano de ladrón y espero algún día ser padre de ladrón. Nadie puede renunciar a su naturaleza», le espeta el Profesor a Tamayo en uno de los diálogos clave de esta historia. El primer paso es reconocerlo.

Otra frase memorable es esta: «El oro llegó en una lluvia de meteoritos. Quizá por esa llegada tan violenta ha sido siempre un metal maldito. Por ningún otro se ha matado tanto como por el que usamos para pedirnos matrimonio», dice la narradora, como si esto fuera una leyenda pirata. Como si ser ladrón fuera una suerte de condena, igual que trabajar.

En el fondo, esta nueva entrega de 'La casa de papel' tiene mucho que ver con la adicción : sus protagonistas no buscan tanto la felicidad como la adrenalina, que no es lo mismo, como el sexo y el erotismo. Por eso el Profesor decidió que la mejor manera de salvar a Río era poner en riesgo a toda la banda. Por eso Tokyo se aburrió en el paraíso, pero disfruta tanto en el Banco de España («en los atracos el amor se multiplica»). Por eso el atraco tiene mucho de película de instituto americana, con esos sentimientos a flor de piel en el baño o la cámara acorazada.

Y luego está Alicia Sierra , una mujer que sabe lo difícil que es conciliar (qué incómodo es cargar con tu bebé mientras huyes de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado), y que piensa que lo que uno echa de menos es el comfort de la familia, aunque no cita 'Feria'. También ella se pasa de bando. Serán las puertas giratorias, que nos confunden.

La serie culmina de forma espectacular, apelando a la picaresca española y a la mentira como forma de supervivencia del Estado. Y de ellos mismos, claro: el sistema que tanto odian termina cobijándolos. Ese era el plan desde el principio.

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