LOS MAPAS DE LA «GRAN LÍNEA»
La
inspirada geógrafa Paula Rebert reconstruye en su libro «La Gran Línea»
las mediciones que entre 1849 y 1857 tomaron simultáneamente dos
comisiones nacionales de lindes. Dibujaron 54 pares de mapas entre
Brownsville / Matamoros, en el Golfo de México, y San Diego / Tijuana, en
la costa del Pacífico, que hoy envejecen en los Archivos Nacionales de
Washington y en la Mapoteca Manuel Orozco y Berra de la capital mexicana.
Esa frontera a veces erizada de empalizadas, muros y alambradas con
torretas de vigilancia y reflectores, otras puro desierto, donde abundan
coyotes y chaparrales, hileras de inmigrantes jugándose la vida,
samaritanos y vigilantes con lazo y carabina, cuatreros, maquiladoras y
narcos, camioneros, santeros y cantantes, hierberías y colmados, sheriffs
y misioneros, ratas y culebras, venados y tarántulas, sahuaros y
ocotillos, es la que vamos a tratar de cartografiar a ras de tierra, palmo
a palmo, en un
viaje de 31 días por un extraño tercer país que crece más del 6 por
ciento al año y ve su población multiplicarse en un collar de ciudades
gemelas que se necesitan y se aman tan poco como se odian: McAllen y
Reynosa, Los Ébanos y Gustavo Díaz Ordaz, Laredo y Nuevo Laredo, Eagle
Pass y Piedras Negras, Del Río y Ciudad Acuña, Presidio y Ojinaga, El
Paso y Ciudad Juárez, Douglas y Agua Prieta, Nogales y Nogales, Lukeville
y Sonoíta, Caléxico y Mexicali.
En su emblemático Index, comparaba en marzo de este año la revista «Harper's»
la media de alemanes orientales que morían cada año al intentar cruzar
al oeste 18, frente a la media de mexicanos (e hispanos en general)
que pierden la vida anualmente tratando de entrar en Estados Unidos a través
de la frontera sur: 407. Hace días salieron los emigrantes y los buenos
samaritanos a las calles de Las Cruces, en Nuevo México, para acusar a
los «minutemen» (vigilantes voluntarios armados que pretenden que se
cierre a cal y canto la frontera) de racistas. En una de las pancartas se
leía: «No hemos cruzado la frontera. La frontera nos cruzó a nosotros».
El profesor y ensayista Harold Bloom, que defiende la tesis de que la gran
enseñanza de Don Quijote y Sancho es cuán difícil e importante es
escuchar y tratar de entender al otro, quizá el mejor viático para
derribar fronteras físicas y metafóricas, descalificó en Manhattan la
apocalíptica tesis de un colega de Harvard, Samuel Huntington, quien teme
que la constante llegada de inmigrantes hispanos desvirtuará la
democracia estadounidense. Bloom no sólo cree todo lo contrario, sino que
apunta por elevación: «Estados Unidos confiscó Texas y California a México
y me parece un ultraje moral que los inmigrantes mexicanos sean
maltratados cuando lo único que hacen es regresar
a las tierras de sus antepasados».
Tierra propicia para la mezcla de sabores y humores, para el comercio y el
contrabando, la aventura y la muerte, aunque manda el dólar, vale el
peso. Pero son los hispanos mayoría abrumadora y el español la lengua
que empapa como limo todo el trazo de este a oeste, como si callandito se
estuvieran reconquistando un territorio arrebatado. Es tal vez la frontera
más dramática del mundo, no en vano allí se frotan como placas tectónicas
la nación más rica y mejor armada de la Tierra y un país que parece
aplastado por el peso de su impresionante historia (de la «raza cósmica»
de sus
antepasados indios), pero hincado en el Tercer Mundo. Y trenzando la línea,
la herencia no caducada de exploradores, aventureros y frailes españoles
que no sólo han sembrado la topografía con todo el santoral cristiano,
de San Antonio a San Diego, sino que su rosario de presidios, misiones,
caminos reales, plazas, ranchos, vados, apellidos y tradiciones empapa esa
otra cintura de América como una segunda naturaleza muy poco conocida en
la península.
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