Falta de atención
Nueva York, martes, 21 de octubre, 2008
Vuelvo a escuchar NPR, National Public Radio, la emisora que engrandece la radio y que -para nuestra desgracia- nadie imita en España. Pública, pero en gran medida sufragada por las cuotas de sus oyentes. Contribuíamos gozosamente cada año cuando vivíamos aquí. Era nuestra emisora. Siguen los mismos programas, las voces familiares, la cercanía, la hondura, la ausencia de esa palabrería y chiste fácil, de broma permanente, que domina el dial español, tan saturado de tertulias ignaras que multiplican la burricie nacional y el partidismo estéril. Anuncian que lloverá, y así es. Hace frío en Nueva York. Desayuno en L´Express, un restaurante francés de Park Avenue South, de esos que no cierran nunca. Un plato de granola con fruta. Cuando aterriza en mi mesa me doy cuenta de que esta opulencia no puede durar. Con un plato como este desayuna, come y cena una familia congoleña de cuatro miembros. Cuando llega el condumio de mi vecino de mesa (un gigantesco cruasán relleno de tortilla francesa y beicon, con una portentosa guarnición de patatas y un capuchino en un verdadero cáliz de porcelana), vuelvo a comprobar que la exuberancia irracional de los mercados (que denunció en su día el cínico de Alan Greenspan) no era un epifenómeno: forma parte de una manera de vivir, del derecho a derrochar, a endeudarse, a vivir por encima de tus posibilidades, a comer más de lo que necesitas. Es lo mismo con el aire acondicionado, con la calefacción, con las cisternas, el automóvil, esa “American way of life” que con tanto ardor defiende Dick Cheney y que tan rico le ha hecho. En Manhattan todo es excesivo, empezando por el desayuno, y por los nuevos rascacielos, como el que se levanta en la calle 23, una delgadísima torre de cristal que rompe la armonía, multiplica el caos, el valor del aire, la confianza irracional en que el techo del progreso tiene que seguir siendo el cielo. Y así vuelvo a acordarme de Kinshasa, de los desayunos que se servían en el hotel Intercontinental, donde tengo la certeza de que Lluïsa Cunillé ha ambientado su penúltima obra, “Después de mí, el diluvio”, que habla oblícuamente del coltán y de tantos expolios. Abre la pieza escrita con una frase que no se dice en escena, pero que resume la trama moral, palabras de Joseph Conrad en “El corazón de las tinieblas” con las que advierte que quienes se internen en el Congo, aquel Congo belga atroz, no deben tener entrañas. Son un estorbo para el saqueo.
Desde el despacho de Alberto Vourvoulias-Bush, director de “El Diario / La Prensa”, se contempla una imagen insólita de Manhattan: a la izquierda, el puente del mismo nombre, un de los más hermosos y menos celebrados, con su azul que parece prometer una inocencia que aquí no es posible. A la derecha, tras un fragmento del East River, el de Williamsburg, el más olvidado, un mulo de acero, el puente de los ingenieros y el puente de los inmigrantes, de los judíos, de los hispanos, que pudieron establecerse en la orilla pobre del río y cruzar a trabajar a Manhattan cuando la isla empezaba a ser pujante y al mismo tiempo era un emporio de miseria. Hay muchos que hoy no le andan a la zaga de aquellos explotados, muchos hispanos que se han quedado sin trabajo en la vorágine de la crisis: ya no pueden mandar las remesas que mantenían a sus familias a flote, y a la patria lastimosa, y ahora tratan de ahorrar lo que cuesta un pasaje para regresarse. El “New York Times” cuenta en su primera página que los hispanos son más propensos al alzheimer, enfermedad que además les alcanza más temprano, pero no por razones genéticas, sino de mala vida, de mala alimentación, desarraigo, estrés, desatención médica..., todo ese rosario de perlas de chichinabo que lleva aparejado la desgracia, y el esfuerzo por salir de ella a toda costa.
La falta de atención no nos deja verles cuando hacemos la ronda del turismo y venimos a compra lo que no necesitamos. Esa “Falta de atención” que la polaca Wislawa Szymborska esgrimía en un poema en el que se reprochaba haberse portado mal en el cosmos, haber dejado pasar un día sin preguntarse por nada, cumpliendo obligaciones cotidianas. ¿Cómo me porté hoy en Manhattan? Me citó Gema Álava Crisóstomo, artista de sombras y tendales, artista de la fragilidad, a la puerta del MoMA, que como la casa del clásico, malo es de guardar, porque tiene más de una. No nos encontramos, pero no perdí el tiempo: vi cómo la lluvia prometida mojaba la acera. Cómo una gran señora era escoltada por dos calcos de Glenn Lowry (el director del museo), pero con menos galones, y volvían a meterse dentro a causa del chubasco, antes de bajar de nuevo con dos paraguas, sin que ninguno de los dos acertara a cubrirla. Vi cómo un miembro del “staff” llegaba en bicicleta y la plegaba con cuatro toques mágicos hasta convertirla en un cuadrado y llevársela casi bajo el brazo. Vi cómo un repartidor con chaleco, pajarita negra y gorra a juego dejaba la bici atada a una señal y entraba con un pedido al templo del arte moderno. Cuando me fui a probar suerte de la puerta de la calle 53 a la de la 54 pensé que el muro del jardín del museo podía ser una metáfora del muro que multiplican en la frontera con México y de la valla de Ceuta y Melilla y que se podía y debía hacer algo con ese muro del MoMA que hiciera alusión a los otros muros y dejara en evidencia a la exquisita catedral de la liberación. Me fijé en el suelo mojado y pensé que, al menos en la esquina con la Sexta Avenida, era como basalto de una civilización gigantesca: su lápida, con los rascacielos reflejándose en los charcos. Vi cómo una chica de altos zapatos de tacón daba las últimas instrucciones para una rueda de prensa sobre la movilidad (“mobility”) en la arquitecta Zaza Hadid (que acaba de inaugurar en Central Park un museo portátil a mayor gloria y vanidad de Chanel -parece un bolso de las mil y una noches-, que llegó desde Tokio en un carguero, desmontado en el interior de 55 contenedores) y me acordé de que mi amiga dudaba de de si móvil se escribía con uve. Vi también cómo uno de los encargados del “catering” (un hispano, claro) doblaba de forma milimétrica un mantel negro haciéndo perfectas triangulaciones hasta conseguir una superficie sin arrugas, impecable, y cómo se hacían daño tres camareros tratando de desencajar tres cubetas blancas incrustadas en sí mismas como si estuvieran soldadas. Me agaché para ver de cerca un objeto de color lapislázuli: era la pestaña rota de un bolígrafo. También me fijé en lo tensas y estresadas que caminan las chicas que trabajan en el MoMA cuando regresan con su bolsita de papel con el sandwich del almuerzo dentro y con qué poca espontaneidad y alegría saludan al entrar. Y me fijé en el bólido rojo colgado de la pared y en la cabeza de Rodin y en las fuentes del jardín un día de lluvia, martes en que el museo está cerrado y cantan para nadie tras el muro de la calle 54.
Dice el diario de Vourvoulias-Bush, que se ha mudado a un piso 18 limpio y lleno de luz, que “Poeta en Nueva York” cumple 75 años, y recuerdo cómo unas profesoras españolas de Winston-Salem se burlaban de los periodistas que seguían recurriendo al libro de Lorca después de tantos años para hablar de Manhattan. ¿Como los que seguimos recurriendo al libro de Conrad para hablar del Congo? Eva Sanchís, la reportera del diario, menciona la carta que el poeta dirige a sus padres en agosto de 1929, en la que habla de Wall Street, y que está tan bien traída ahora que Wall Street vuelve a rugir, y a sentir pánico, un vértigo inasible: “Es el espectáculo del mundo en todo su esplendor, desenfreno y crueldad. Sería inútil que yo pretendiera expresar el inmenso tumulto de voces, gritos, carreras, ascensores, de la punzante y dionisíaca exaltación de la moneda”. No, no sería inútil, no lo fue, no lo sigue siendo. Vourvoulias confía en el triunfo de Barack Obama y en que ayude a restaurar lo mejor del “sueño americano”, no el de la codicia y el del consumo, sino el de quienes aspiran -como muchos emigrantes hispanos- a hacerse un lugar al sol donde vivir dignamente y proporcionar a sus hijos una educación y un porvenir mejor que el suyo, en un país donde se respete la libertad y no se imponga, un país que recupere el prestigio enturbiado por una Administración en retirada.
Alfonso Armada
(Volver)
|