Federico Trillo
Con la refundación del PP, Fraga realizó el empeño mas transcendente de su ingente obra política: un solo partido, alternativa democrática de Gobierno para todo el centro derecha español, sacrificando para ello, generosamente, su propio liderazgo personal. En el diseño y ejecución de esa operación tuve el privilegio de trabajar como su más directo colaborador, confiándome responsabilidades que 23 años después, aun me asombran y abruman.
Otoño de 1988: con las siguientes elecciones generales a poco más de un año, el centro derecha parecía abocado a perder frente al socialismo, por tercera vez consecutiva. Al fraccionamiento entre los partidos de la desintegrada UCD, que no habían sabido permanecer coaligados con la AP de Fraga más allá de una legislatura, se unía el fracaso de la renovación interna de la propia AP tras la renuncia de Fraga un año antes. Fue entonces cuando me convocó a su casa de profesor universitario en Madrid. Había conocido a Manuel Fraga cuando era ministro de Información y Turismo: mi padre, compañero suyo de estudios en Santiago, siempre lo quiso y admiró, y él venía a visitarnos allí donde estuviéramos.
¿Y Suárez?, le pregunté. «Nunca quiso nada conmigo, pero lo intentaremos...»
Aquella tarde en su casa, aunque me había convocado sin motivo concreto, le llevé un papel atrevido: «Decálogo para un retorno» («el primero que pone un papel sobre la mesa en una reunión, mi querido amigo -solía decir-, ya está apuntando a las conclusiones»). Pero ¡allí estábamos él y yo solos..! «Te contestaré en dos días; antes quiero esperar a una última oportunidad». Pero ya lo tenía muy claro y hablamos de las líneas esenciales del proyecto: primero, el Congreso de AP y, desde él, invitar a incorporarse a todos los demás, democristianos y liberales, para integrar un solo partido hasta la frontera con el PSOE. ¿Y Suárez?, le pregunté. «Nunca quiso nada conmigo -comentó con antigua amargura- pero lo intentaremos...»
Tres días después estábamos en marcha. La conversación con Hernández Mancha duró apenas diez minutos. A las 9 de la mañana teníamos ya en la pequeña sede de la Fundación Cánovas a más prensa de la que yo hubiera visto en mi vida: «Ha sido imposible el acuerdo, pon en marcha tu papel salvo el último punto -en el que le pedía que dejara el escaño europeo-. Debo cumplir mis compromisos parlamentarios. Despacharemos por teléfono a las siete de la mañana cada día y personalmente los fines de semana; aquí te quedas tú a correr la vaquilla.»
Lección de política
Aquellos meses fueron para mí el privilegio impagable de una inmensa y continuada lección de política, de conocimiento del «paisaje y del paisanaje», salpicada de anécdotas inolvidables derivadas de su personalidad descomunal y su enorme erudición. «¿Y si le cambiamos el nombre al partido?», me espetó por sorpresa antes de una pequeña gira para movilizar las provincias cara al Congreso. «Nos pueden tirar por la ventana los compromisarios», le repliqué provocador. «¡Aun no me conoces!», replicó, «lo he pensado mucho: Partido Popular. Vete preparando la inscripción, mañana lo anuncio».
«Solo necesitaré a mi secretaria»
En agosto de aquel inolvidable año 89, nos convocó en su casa de Perbes para elegir candidato a la Presidencia del Gobierno y completar así la refundación. Baste recordar su inmenso gesto de generosidad histórica, cuando uno de nosotros le propuso cortésmente que encabezara él por última vez. «¡No! Yo divido a este país», bramó recortándose su figura en el amplio ventanal sobre la ría. «Y España no merece más divisiones, ni seré yo quien las propicie».
Al despedirnos, aun sin despejar la incógnita sobre el candidato, me indicó: «Disuelve mi staff; a partir de ahora yo solo necesitaré a mi secretaria, el nuevo presidente tendrá que traer su propio equipo». Un día después, José María Aznar comenzaría su andadura hacia la Presidencia del Gobierno.
En un acto electoral en 2005 (REUTERS)
Esperanza Aguirre con Manuel Fraga en 2006 (Ernesto Agudo)
Junto a Mariano Rajoy en una conferencia (Ignacio Gil)