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Inés Martín Rodrigo

Toda la verdad del único misterio que Agatha Christie protagonizó

En un juego literario, la novelista y periodista Inés Martín Rodrigo se mete en la piel de la escritora para relatar en primera persona el gran enigma de su vida: su desaparición en diciembre de 1926

La escritora Agatha Christie, en su Morris Cowley, hacia un desconocido destino SARA MORANTE

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Agatha Christie SARA MORANTE

Llevo mucho tiempo guardando silencio, demasiado. Y ha llegado el momento de contarlo todo. Me lo debo a mí misma, pues sé que mi final se acerca, y se lo debo, sobre todo, a Rosalind. Han pasado casi cincuenta años y mi pobre hija sigue preguntándose qué pasó, qué me sucedió... Cada vez que ella intentaba recordar aquellos once días de su infancia, tratando de arrojar luz sobre un misterio que yo misma inventé, le respondía con evasivas y me refugiaba en el olvido, con la esperanza de que, más pronto que tarde, no hiciera falta simular la amnesia. Pero la memoria es caprichosa: es posible que a mis 85 años no sepa lo que desayuné ayer, pero sigo acordándome de todos los calculados pasos que di entre el 4 y el 15 de diciembre de 1926. Y aunque Rosalind dejó hace tiempo de interrogarme, quizás porque, finalmente, ha optado por vivir sin saber, que a veces es el mejor modo de vida, aquí estoy, una vez más, sentada ante mi Remington y tecleando para contar una historia que fue real, aunque parezca inventada.

Yo sabía que Archibald tenía una amante. Hacía meses que le notaba distante, aunque él había intentado suavizar su frío carácter por miedo a ser descubierto. Incluso le dio por traerme flores, bombones o lo que más a mano tuviera de sus continuos viajes a Londres. Aquellos agasajos me hicieron sospechar y se lo comenté a Carlo, mi secretaria, que le quitó hierro al asunto. Pero yo, que vivía tan pendiente de mi propia ficción que a veces me olvidaba de vivir, le imaginé protagonizando una de las tramas amorosas que salían de mi mente, y me aterroricé. Dejé pasar unos días, en los que incluso renuncié a escribir para ver si mis sospechas eran fruto de un equivocado arrebato creativo, pero la ansiedad fue en aumento. Y, entonces, llegó aquella carta.

Carta sin remite

Iba dirigida a él, Coronel Archibald Christie, pero carecía de remite. Nada más ver el sobre, recorrido por una estilizada letra, en tinta azul, no tuve dudas: era ella. Lo abrí enseguida, ante la aprobadora mirada de Carlo. Se llamaba Nancy Neele y en apenas unas líneas, además de confesarle que le amaba, le explicaba que el fin de semana siguiente no podrían verse, porque debía acompañar a su madre hasta Dartford para visitar a una moribunda tía lejana a la que esperaban persuadir para que dejara a su jovencísima sobrina su herencia. Se despedía con un beso y le rogaba que cumpliera su promesa. Al terminar de leerla, la arrojé a la chimenea y, sin perder la calma, empecé a urdir mi plan.

Pensé en esperar a que pasaran las Navidades para evitarle ese último sufrimiento a Rosalind, pero cada vez me resultaba más difícil compartir lecho con Archibald. Hasta que, una noche, en duermevela, soñé que acudía a Arnold, el farmacéutico de Guildford, en busca de un veneno rápido e indoloro. No me veía capaz de aquello, pero tan macabra fantasía me sirvió para no retrasar más mi decisión. Se lo conté a Carlo y, aunque al principio titubeó -era de naturaleza temerosa-, accedió a ayudarme en todo y hasta el final, como siempre.

Fue ella, de hecho, quien me sugirió que involucrara a Alfred y Emily. Vivían en Kent, lo suficientemente lejos para evitar las habladurías de Sunningdale, y nunca les había gustado Archibald, al que veían como un pretencioso con galones impostados. Esa misma semana, poniendo como excusa una visita que hacía meses les debía, me presenté en su mansión sin avisar. Alfred, abogado de vocación, que no de profesión -su familia era tan rica que no necesitaba trabajar para vivir como un conde, sin serlo-, valoró las implicaciones legales. A Emily le preocupaba Rosalind, lo que pudiera pasarle si algo salía mal. Pero nada podía torcerse, yo estaba segura, y les contagié mi convencimiento. Regresé a casa y aquella noche dormí de un tirón, pese a los ronquidos de Archibald.

Agatha Christie, en su Morris Cowley, hacia un desconocido destino SARA MORANTE

El viernes a primera hora, mi marido se marchó de casa. Me avisó de que regresaría tarde. Esta vez, no sé qué de unas tierras colindantes que quería comprar le demoraría en Londres. Le miré con fingida ternura y, en cuanto cerró la puerta, me senté en mi escritorio para redactar la carta en la que se lo explicaba todo. Carlo tenía instrucciones de entregársela sólo cuando mi hija estuviera, por fin, conmigo. A última hora de la tarde, tras haber metido a Rosalind en la cama explicándole que estaría fuera unos días, cogí mi maletín y una bolsa con algo de ropa y me fui.

Leyendas

Era ya noche cerrada cuando llegué a la Piscina Silenciosa. Recuerdo lo mucho que me reí cuando alguien, no recuerdo quién, me contó que tan peculiar nombre se debía a que, según la leyenda, no tenía fondo. Aquel paraje había inspirado, durante años, las más rocambolescas historias locales, y por eso quise que fuera escenario de la que me disponía a protagonizar. Allí me esperaban Alfred y Emily en su limusina rojo chillón. Dejamos varias prendas de ropa desparramadas por el interior de mi coche y también algunos papeles. Lo de la rueda pinchada fue un tanto azaroso, sobre todo porque no me di cuenta hasta que llegué al lugar acordado, pero sirvió para añadirle dramatismo al asunto. Mentiría si dijera que no me dolió dejar mi Morris Cowley abandonado al borde del lago, pero el pesar, fruto de mi humor antojadizo, desapareció en cuanto me metí en el maletero de la limusina.

Hicimos noche en el hotel Lyon, a las afueras de Guildford. No fue difícil esquivar al recepcionista, que se quedó dormido poco después de registrar la entrada de Alfred y Emily. A la mañana siguiente, mientras ellos pagaban, yo me escabullí aprovechando el bullicio propio del desayuno. Me aseguré de que en el aparcamiento no hubiera nadie y volví al maletero. El tiempo era desapacible. Tras conducir una media hora, Alfred se desvió para que pudiera abandonar mi escondite y, ya en el asiento trasero, emprendimos el largo camino que nos llevó hasta Yorkshire.

Fue Emily quien me habló de aquel balneario la tarde en la que fui a verles. Ella y Alfred solían pasar allí al menos una semana cada primavera para tomar unos baños que, según decían, eran mano de santo. Era caro, pero el hotel, de nombre Hydro -a saber quién fue el lumbrera que se lo puso, pero a mí me recordaba a una de esas horribles criaturas del fondo marino-, aseguraba a sus clientes confidencialidad. Incluso corría el rumor de que era uno de los escondites favoritos del duque de Windsor para sus correrías amorosas. Yo accedí sin miramientos, pero decidí registrarme con un nombre falso: Tressa Neele. La mejor venganza se sirve siempre en plato frío, y la mujer que iba a poner fin a mi matrimonio debía ser testigo de aquella tropelía mía.

Tras dejarme instalada en una de las suites del último piso con vistas a una montaña que de mágica no tenía nada, Alfred y Emily se marcharon. Una vez allí, a mí ya sólo me quedaba esperar a que llegara el día acordado con Carlo para que me trajera a Rosalind aprovechando una de las salidas de Archibald, que seguía fiel a su adulterio pese al desconcierto que mi desaparición había provocado.

Espectáculo mediático

Cada mañana, tras desayunar, me sentaba en la cafetería a leer la prensa y asistía, con asombro y cierta diversión, al espectáculo mediático que estaba protagonizando. He de reconocer que el abandono del coche fue un tanto maquiavélico, y tampoco ayudó que el cartero declarara a un periodista que yo le había asegurado que nuestra calle estaba embrujada y, si no me marchaba pronto de Sunningdale, sería mi fin -aquel día, la broma se me fue de las manos-. Pero de ahí a montar una sesión de espiritismo en la orilla de la Piscina Silenciosa donde encontraron el Morris…

El problema fue la última conversación telefónica que tuve con Carlo antes de que viniera con Rosalind. Me dijo que Archibald estaba muy nervioso y que había llegado a amenazarla. Era mi marido y aún recordaba haberle querido, pero a esas alturas ya no me fiaba de él. Temí por Carlo. Temí por mi hija. Y decidí dar un paso atrás. Opté por regresar a casa, pero no sin antes darle un último escarmiento a Archibald.

Redacté una carta para su hermano pequeño -vivía en Londres y estaba segura de que era cómplice de la infidelidad- donde le contaba que estaba pasando unos días en un spa de Yorkshire y regresaría pronto a casa. Dos días después, envié un anuncio al London Times en el que, haciéndome pasar por Tressa Neele, pedía, desesperada, que mis familiares, quienquiera que fueran, contactaran conmigo, porque estaba hospedada en el hotel Hydro de Yorkshire, pero no recordaba cómo había llegado.

Con el anuncio y la carta de su hermano, Archibald ató cabos y le faltó tiempo para presentarse en el balneario hecho una furia. La familia de Nancy había leído el Times y, temerosos de que aquel escándalo pudiera salpicar al apellido y privara a su hija de la herencia de su tía, abandonaron Londres sin intención de volver, al menos en un tiempo. Archibald estaba fuera de sí. Me zarandeó e intentó sacarme de allí a la fuerza, pero me negué y le dije que lo haría todo público. Acabaría con su intachable reputación en el Ejército, con su carrera y, de paso, con su aventura.

Trato

Tras escuchar aquello, le cambió el semblante. Tembloroso, me soltó y, finalmente, llegamos a un acuerdo: contaríamos a la prensa que yo había sufrido una crisis nerviosa por exceso de trabajo y que padecía pérdida de memoria temporal, de ahí el nombre falso con el que me registré en el hotel. Él mismo se lo explicó todo a los reporteros que se abalanzaron sobre nosotros en la estación de Londres, mientras yo simulaba una desconcertada cara de angustia. A cambio, Archibald se comprometió a concederme el divorcio y a no poner ninguna traba para que me quedara con Rosalind, cosa que no sucedió hasta quince meses después. ¿Si mereció la pena? Todo, cada palabra, hasta poner el punto final.

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