Resultará ahora, según el comandante Chávez, que el problema es que Colombia denuncie. No que fuese hipotéticamente mentira lo que esta semana se ha probado ante la OEA. Porque si de verdad fuese mentira, Chávez tendría la sartén por el mango: bastaría permitir a los medios de comunicación trasladarse de inmediato a los lugares denunciados por Colombia y que cotejasen si lo que Bogotá describe como «campamento de las FARC» es «una escuelita» como sostiene Caracas. Es un asunto de muy poca ciencia.
Mas como decía algún ilustre sabio español del pasado siglo, «si algo se entiende fácilmente, hay que enmarañarlo». Se rompen relaciones diplomáticas y se pone en estado de alerta en la frontera al Ejército venezolano. A falta de uno, dos brindis al sol. El primero porque ésta es la cuarta vez en cinco años que Venezuela rompe relaciones diplomáticas. Toda una plusmarca en las historia de la diplomacia universal. Y anunciar el estado de alerta del Ejército es una filfa: las posibilidades de que Colombia lance un ataque en su frontera Este son aproximadamente las mismas que las que hay de que Chávez se retire voluntariamente del poder: ninguna.
Quizá Uribe no haya jugado bien las cartas en este roce, dando pie a que la paranoia populista del caudillo se desate. Pero una vez más, quien peor parado sale es el pueblo venezolano que sigue teniendo que soportar a un dictador que hace juegos de guerra mientras su economía se desmorona. Y que, en la mejor tradición de los dirigentes populistas venezolanos, se empeña en presentar a Colombia como el gran enemigo apostado en la colina y con voluntad de golpear. Y nada hay más incierto. La democracia colombiana ha sido siempre ejemplar en su relación bilateral con Caracas. Lo que no puede decir quien alberga en su territorio a terroristas de las FARC.
