Todavía no había marcado Iniesta. Cuando se produjo la primera explosión y cientos de bolas de acero salieron despedidas en todas direcciones, el partido entre Holanda y España seguía empatado a cero. Tampoco se conocía el resultado, cuando explosionó la segunda bomba, en otro bar de Kampala también repleto de aficionados al fútbol.
Casi un centenar de heridos y 76 muertos, la mayoría ugandeses, etíopes y eritreos. Entre los cadáveres, sólo dos occidentales: una misionera irlandesa y un cooperante norteamericano.
Los autores de la carnicería perpetrada entre inocentes por una de las franquicias de Al Qaida: la Al-Shabab somalí.
Lo asombroso y preocupante es que la masacre —perpetrada por terroristas de Al-Shabab, la franquicia somalí de Al Qaida— apenas ha despertado atención en Occidente. En Estados Unidos, donde todavía reverbera el recuerdo de los ataques suicidas contra las embajadas norteamericanas en Nairobi y Dar es-Salaam, en 1998, la carnicería ha hecho saltar alarmas, pero en España ha pasado casi desapercibida.
Al-Shabab —que significa algo como «los muchachos»— es heredero del grupo que asesinó a 224 personas en Tanzania y Uganda hace 13 años, y un calco de los talibanes en sus orígenes.
Al igual que en Afganistán, la milicia islámica ha prosperado en Somalia en el caldo de cultivo de un país corrupto, sin ley ni estado. La zona de Somalia controlada por Al-Shabab se ha convertido en refugio y escuela de fanáticos musulmanes de toda condición.
Como entonces, Occidente duda y los facinerosos se vuelven cada día más osados.
Esta vez, han «castigado» a Uganda por enviar una minúscula fuerza de paz a proteger al gobierno de Mogadiscio. La próxima, lo harán en Londres, París o Madrid. Y a nosotros, nos pillarán en la inopia.
