Seguro que Beria y todos los «aparatchiks» que dirigieron con mano de hierro la KGB se han retorcido en sus tumbas. Hasta la estatua de Flix Dzerzhinski, el fundador de la Cheka, ha debido sufrir dolores de estómago en el parque de Moscú donde yace tirada desde que la multitud la arrancó de la plaza situada frente a Lubyanka en 1991.
Es que el asunto se las trae. No por lo grave, sino por lo ridículo. Los 10 espías rusos, que EE.UU. canjeó el pasado viernes en Viena por cuatro agentes occidentales que purgaban cárcel en Moscú, tienen en común con los topos soviéticos que operaban a este lado del Telón de Acero durante la Guerra Fría, que todos usaban tinta invisible.
Las cosas ya no son como eran, ni siquiera en el proceloso mundo del espionaje. A uno, que se indignaba releyendo los detalles de la traición de Kim Philby y sus colegas del Círculo de Cambridge, no le entra en la cabeza que el nivel haya caído tanto. Anna Chapman, la explosiva pelirroja que dirigía el grupo infiltrado en Nueva York durante más de una década, tenía hasta perfil de Facebook y ha dejado atrás montones de fotografías, casi todas ligera de ropa.
Dicen los incautos que cayeron en sus redes, incluido su ex marido, porque era una bomba sexual. Lo que no creo que nadie se atreva a afirmar es que, además, hacia bien su trabajo.
Unos meses antes de que la detuvieran en Manhattan, quedó a tomar café con un tipo, al que nunca había visto antes y se presentó como su jefe moscovita. En realidad era un agente del FBI.
Y en medio de la charla, tras explicar al policía norteamericano que su ordenador personal —el que usaba para las comunicaciones secretas— tenía problemas de conexión, le pidió que se lo arreglara. ¿Imaginan que apaño le hizo?