Zapatero, tan dado a la pirueta y al engaño, resulta creíble, sin embargo, cuando asegura a sus ministros más cercanos que descarta hacer una crisis de Gobierno. Y no porque no le convenga hacerla, sino porque no puede hacerla. Muy especialmente allí donde debería sustanciarse el núcleo de la crisis, en el Ministerio de Economía, que es donde reside la ministra más intocable de este Gobierno, Elena Salgado.
Intocable porque su existencia como ministra depende precisamente de su inexistencia. De su renuncia a la opinión propia y al liderazgo y de su sumisión total al presidente que es para lo que fue nombrada. Sustituir a Salgado es sustituir al propio Zapatero y a la esencia de su gestión, lo que no parece probable salga de la iniciativa del presidente a estas alturas de legislatura. Sobre todo en el ministerio en el que sacrificó definitivamente a los expertos y la política realista por los propagandistas y los discursos cosméticos.
No hay marcha atrás en ese proceso cuando el líder destaca por un egocentrismo y una soberbia difícilmente equiparables en presidentes anteriores. Cuando su Gobierno constituye la perfecta realización de aquello de que el medio es el mensaje que dijera Marshall McLuhan. No están ahí los ministros por lo que saben y hacen sino por lo que sus imágenes transmiten.
De ahí que incluso los cambios más secundarios y cosméticos que el presidente pudiera hacer sean altamente complicados. Muy especialmente por los equilibrios de género, que no se descuadre el 50/50, que ya llevaron a Zapatero, recuérdese, a deshacerse de César Antonio Molina.
Un cambio de algunos de los miembros más quemados del Gobierno, De la Vega y Corredor, entre otros, destrozaría el cuadro estético del presidente. Y Chaves no le importa a nadie. Y para uno que Zapatero puede cambiar sin problemas, Corbacho, no se va a meter en este jaleo.
