DESARROLLO significa, sobre todo, confort. Desde que bajó de los árboles, el hombre se ha esforzado en hacer su vida más confortable, fuese defendiéndose de las fieras, fuese agenciándose un hábitat agradable, fuese poniendo el resto de la naturaleza a su servicio. Y vive Dios que ha conseguido resultados espléndidos, hasta el punto de que nada ni nadie se le resiste ya en el planeta, excepto sus semejantes. O él mismo, que a veces resulta el peor enemigo.
Pues esta hegemonía, como todas, lleva en sí el germen de su propia destrucción. Conforme iba domesticando a la naturaleza y perfeccionando su sociedad, el hombre ha ido perdiendo el sentido del riesgo. A nadie se le ocurre hoy —hablo naturalmente de los países desarrollados— que puede matarle un rayo, como ocurría antaño al campesino que segaba la hierba o al pastor que cuidaba su rebaño. Como nadie teme enfermar bebiendo agua, porque la que llega a su vaso ha sido previamente esterilizada. Son cosas que damos por descontado, cuando en buena parte del mundo no lo son en absoluto.
Del mismo modo, los jóvenes que han perdido la vida en la estación de Castelldefels no veían peligro alguno en cruzar la vía de tren porque el tren es anterior a su tiempo. Es incluso posible que muchos lo hubiesen tomado por primera vez para ir a celebrar la noche de San Juan en Castelldefels, en vez de quedarse en la verbena del Montjuïc, como sus padres y abuelos.
Si a ello se añade que el Estado-providencia nos protege de la enfermedad, nos ofrece instrucción, nos regala entretenimiento, nos garantiza una vejez digna, no debe extrañarnos que hayamos desarrollado tal sensación de invencibilidad que puede resultar mortal en ocasiones. Desde los alpinistas que se lanzan por su cuenta y riesgo a conquistar cimas por encima de su capacidad a los cooperantes que con la mejor intención de mundo marchan a las regiones más inestables del planeta, son muchos los que han bajado la guardia ante los peligros que todavía nos acechan, incluso dentro de nuestra propia casa. Vivir siempre ha sido un riesgo y de nuestras decisiones peligrosas, como de nuestras tonterías, no puede salvarnos «papá-Estado» ni nadie.
Buena parte de la crisis económica se debe precisamente al olvido de tales riesgos. Es verdad que ha habido especuladores desaprensivos. Pero no menos es cierto que muchos pensaron que podían obtener un 13, un 14, un 15 por ciento de interés indefinidamente. O que el piso comprado con hipoteca doblaría el valor en dos años. Lo que no era realista.
Vean cómo el confort nos ha hecho vulnerables a los peligros que buscábamos evitar. Es lo que podríamos llamar la paradoja del progreso.