Ahora que se ha ido José Saramago, alma del portugués junto a Camoes, Eça de Queiroz y Fernando Pessoa, vuelve a mi memoria aquel tiempo en el que Esperanza Aguirre era pasto de las bromas de un programa de tv —Caiga quien caiga— que explotó hasta la náusea una leyenda —parece que no fue más que eso— sobre la confusión de la hoy presidenta entre el nombre del gran escritor luso y Sara Baras. Entonces, Aguirre era ministra de Cultura y aquella broma repetida (llegaron a crear los compañeros de Telecinco el «Rincón de Espe») sirvió para humanizar a una ministra y acercarla al común de los mortales. Hoy, su ejemplo de cercanía e inmersión en los programas de un target más masivo es seguido por compañeros a diestra y siniestra, sobre todo cuando soplan vientos duros para la política y los políticos. Ahí está el ministro de Fomento, José Blanco, multiplicándose en cuantas butacas se le ofrecen, las mismas en las que anteriormente han posado sus reales un expulsado de Gran Hermano o la princesa de San Blas. Anoche, volvió a hacerlo José Bono, montado en una noria que gira y gira entre espacios de polémica. Yo sé que está de moda criticar esos programas por esa opinión publicada que se pone estupenda hasta que esos mismos espacios ofrecen a sus conspicuos portavoces pagar el cole de los niños a cambio de alinearse con un/a bando/a. Pero yo estoy con Aguirre, con Blanco, con Bono… que no hacen ascos a sus representados aunque lleven delantal o palillo en la boca. Me gustó ver a la presidenta de Madrid colocarse un pinganillo esta semana y entrar en el programa Sálvame para hablar con Jorge Javier Vázquez de la recuperación de un pantano, de la huelga o de Gallardón. Y me gusta cuando el alcalde o Rajoy o Leire Pajín atienden a los reporteros de alcachofa indigesta. Porque, no se engañen, los que eso critican o ven esos programas o esperan ser llamados por ellos algún día.
«La entrevista de Aznar ha sido un dedo en el ojo de Rajoy»
Carlos Herrera