Yo recordaba otra Zamora, más de adoquín y de ladrillo. No sé si los urbanistas tienen en cuenta estas cosas, lo que cambia la luz de una ciudad cuando se construyen nuevos edificios, la sombra que darán con su altura, o la manera en la que se reflejará el sol. Incluso las iglesias, a las que habría que sumar, a sus siglos, los cuarenta años que hacía que yo no las veía, me parecieron más nuevas, al haber limpiado su piedra, dejándola despojada de esa pátina del tiempo tan necesaria para que, al volver, nos reconozcamos en lo que vemos. La gente, sin embargo, es la misma, abierta, alegre y recia, como la luz y la tierra. Los señores, me hizo gracia, iban vestidos con un pantalón beige y una camisa azul claro de manga corta muy bien planchada, y ese hacer juego con el azul del cielo en la mañana de junio, daba a la ciudad un aspecto muy limpio. No saben los transeúntes lo importante que es su vestimenta para la ciudad porque somos parte del paisaje en una llanura de cereales, o cuando las calles están desiertas porque aún no se han despertado.
Pasé, sin olerla, por la fábrica de Reglero, y por el cine Barrueco, y por la plaza donde había una tómbola. Lo único que sigue como estaba es el colegio del Amor de Dios, donde también estudió Juan Manuel de Prada, quien estaría en parvulitos cuando yo cursé allí ese año porque fundó la Congregación un pariente mío, el padre Usera; y al pasar el otro día sin poder pararme, me pareció ver a mis padres esperándome a la salida en un R-8 blanco.
Vivimos al lado, en la Avenida de Italia, si es que aún se llama de esa manera porque no pude encontrar mi casa, solo el muro de ladrillo junto al que caminaba, con una bufanda hasta las orejas, para ir al colegio.
Zamora se rejuvenece mientras yo envejezco.
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